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El járdin de las delicias

Julio Llamazares

Tal vez, la obra más espectacular y sugestiva de Name June Paik, el coreano universalmente conocido por sus trabajos de vanguardia en el ámbito del videoarte y la experimentación audiovisual, sea TV garden, es decir, El jardín de la televisión. Name June Paik, tras más de 20 años dedicado a la investigación de las imágenes (recuérdense ahora como ejemplos sus célebres Bye, bye, Kipling o la más conocida Global groove), declaraba no hace mucho a una revista americana, comentando el sentido final de su Jardín de la televisión: "La televisión ha quebrado los sistemas tradicionales de relación del hombre con el mundo. Ya no hay un centro, sino un cúmulo de centros indistintos e infinitos. Ya no hay siquiera, en términos abstractos, gravedad".Ciertamente, la primera impresión que produce la visión de TV garden (montaje expuesto hace dos años en el Círculo de Bellas Artes de Madrid) es una poderosa y extraña conmoción. En un jardín de casi 100 metros cuadrados, completamente a oscuras, 32 monitores de televisión plantados boca arriba, como si de fantasmagóricos e inquietantes girasoles se tratara, sobre tallos de metal emiten al unísono las vertiginosas imágenes de Global groove (Crecimiento global), la creación en vídeo tal vez más conocida del propio Name June Paik. La visión es, sin duda, al menos tan hermosa como espectacular. A las connotaciones conceptuales de la idea -y a la añadida sugerencia de su realización final (Paik no sólo no persigue una confrontación entre dos mundos tradicionalmente antagónicos, el de la técnica y el de la naturaleza, sino que integra a ambos en un circuito cerrado de retroalimentación: los televisores son los frutos celestes de unas plantas que, a su vez, se alimentan con su luz)- se une, desde un punto de vista ya puramente estético, la belleza futurista de un paisaje surrealista y vegetal. Ciertamente, en El jardin de la televisión de Name June Paik no hay gravedad. Ni centro. Ni lugar definitivo donde posar la mirada y tratar de poner freno a la imaginación.

Más allá de la exageración formal de la metáfora, la creación de Paik no dista mucho de su conformación real. Una tarde perdida en cualquier hotel del mundo o una simple ojeada a lo que en España está ocurriendo hoy bastarán para entender no sólo la sabida dependencia que, en mayor o menor grado (del gusto a la adicción), todos tenemos de la televisión, sino también hasta qué punto ésta ha cambiado las leyes principales de nuestra relación con el entorno y, sobre todo, las propias leyes sustanciales de la supervivencia y ejercicio del poder. Relación individual con el entorno no ya mediatizada, sino determinada por la televisión: la única realidad es la que muestra la pantalla; lo que no muestra no existe, no es real. Televisión (realidad) cuyo control determina, a su vez, y por tanto, el ejercicio y la supervivencia misma del poder.A nadie deben extrañar, por eso mismo, las reticencias y retrasos sucesivos que todos los Gobiernos, democráticos o no, han opuesto -y continúan oponiendo en muchos casos, comenzando por el nuestro- a la privatización de la televisión. O, lo que viene a ser lo mismo, al reconocimiento explícito y legal de la diversidad de lo real y, en consecuencia, de su interpretación. Acostumbrados como estamos a una televisión que, para muchos, sigue siendo todavía aquel fruto celeste que un día conocimos, junto a la Vespa y el seiscientos, como regalo de unos tiempos que la publicidad aseguraba de gran prosperidad (un fruto repetido y siempre idéntico, pese a su transición del cancerígeno crecimiento global), nadie puede ignorar que, mientras cada televisor repita en cada casa idénticas imágenes a las de todos los demás, mientras que cada uno de esos frutos celestiales refleje a cada instante las ideas y el rostro omnipresente del dueño del jardín, el poder, y quien en cada momento lo ostente, no tiene nada que temer. Y, al contrario, desde el momento en que esos frutos se repartan y la savia que les riegue empiece a ser distinta de la monocromosómica, obligada y habitual, algo importante, e impredecible, comenzará a cambiar.Como antes con la radio o con la Prensa, pero con la agravante de su infinitamente mayor poder de impacto y de penetración, el poder tiene miedo a disolverse en las selvas electrónicas de la televisión. Sabe ya que esta es su principal aliado -y también, llegado el caso, su mayor enemigo potencial- y se resiste a abandonar en otras manos ese jardín privado que, caso de España, heredó, como un regalo, del régimen político anterior. Da igual quien sea el que en cada momento, y de manera alternativa, lo administre. El poder y la televisión, mutuamente alimentados -como en el experimento de Name June Paik-, vuelven al ganador olvidadizo y codicioso al perdedor. Y así, mientras que los que disfrutaron el jardín en exclusiva muchos años han venido exigiendo, desde el momento mismo de su pérdida, su inmediata e inexcusable partición, quienes decían aspirar a administrarlo para tirar sus muros y dedicarlo al goce y usufructo general, en cuanto recibieron las llaves de la puerta se olvidaron de inmediato de lo dicho y, desde ese mismo instante, han tratado de gozarlo sólo ellos, repitiendo en cada fruto su propia idea e imagen del poder. Los monopolios son anticonstitucionales, dicen quienes no hace mucho aún que lo perdieron, olvidando que durante años fueron ellos quienes, sin decir nada, lo ostentaron con deleite (y ocultando, sobre todo, que, en el fondo, toda propiedad les parecerá siempre ilegal, salvo las propias, pues que de propio deriva justamente propiedad). No todo el mundo tiene medios para alcanzar a vendimiar la fruta prohibida, nos dicen como excusa sus administradores actuales, y, para que la vendimien los de siempre, lo mejor es que todo permanezca como está. Como si eso no ocurriera en cualquier ámbito -la bolsa, por ejemplo, o el mercado inmobiliario- de la vida de un país.

Así las cosas, desde hace algunos años, el asalto y la defensa del jardín televisivo han sido, y siguen siendo, para todos los partidos y grupos de presión, objetivo irrenunciable y principal. Jardín de las delicias más parece, a juzgar por el encono que todos ponen en la lucha y por los dulces frutos que imaginan, se supone, en su consecución. Ignoran -o al menos lo parece- que el jardín de las delicias españolas, como todos, tiene ya los días contados, no tanto porque, antes o después, quienes ahora lo administran y disfrutan hayan de abrir sus puertas al público usufructo, sino porque, como nos dice en su parábola bonsai el coreano Name June Paik, con el planeta entero convertido en una selva de satélites y señales emisoras y los tejados de las casas sembrados de pantallas y de antenas parabólicas, en España, como en cualquier otro lugar, el jardín televisivo comienza ya, pese a sus muros, a no tener fronteras, ni centro, ni ley de gravedad.

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