Chile, un mes después
LA VICTORIA del no en el plebiscito celebrado en Chile hace un mes abrió las puertas a la posibilidad de restauración de la democracia en aquel país, tras 15 largos años de dictadura cruenta. A la mañana siguiente parecía como si tan esperado triunfo pudiera conseguirse de un día para otro: el pueblo volvía a ser soberano, y sólo le quedaba sacar las consecuencias de tan esperanzador acontecimiento. El transcurso del tiempo ha puesto sordina a aquellas esperanzas, y empieza apercibirse ahora que lo que se ha iniciado es, en realidad, un largo camino que los chilenos tendrán que recorrer con grandes dosis de serenidad e inteligencia políticas.Como suele ocurrir en los plebiscitos convocados por dictaduras, una derrota se acepta mal y es apisonada, como sucedió en Uruguay, o se intenta minlmizar. Pinochet eligió la segunda vía por medio de la peregrina argumentación de que los noes debían ser divididos por los 16 partidos que militan en la oposición, en virtud de lo cual el movimiento pinochetista del sí era la opción más votada en el país. Desvergonzada operación matemática que pronto tuvo que sustituir por el argumento bíblico de que también en Tierra Santa un pueblo confundido había votado a favor de Barrabás y en contra de Cristo.
En el fondo de todo lo que ha sucedido en Chile desde el 5 de octubre subyacen el deseo del dictador de perseverar en el poder omnimodo, renovando su candidatura a la presidencia, y el imperativo de la realidad, que impone como única salida posible una negociación de las fuerzas políticas con los militares. Pinochet quiere que se aplique a rajatabla una Constitución vigilada que él mismo hizo a su medida, para así no tener que negociar. Pero desde que se conoció la victoria del no, la evolución de los acontecimientos hizo imposible la prolongación artificial de un régimen masivamente rechazado por la ciudadanía. El propio estamento militar y los partidos de la derecha hicieron saber a Pinochet que no era concebible su candidatura a seguir en la poltrona.
Enfrentado con una cúpula militar que da señales de querer distanciarse del régimen, el dictador, después de destituir a sus más acérrimos pero inútiles partidarios, acaba de llamar del retiro al más duro y más leal de sus compañeros, el general Sinclair, para que sustituya al general Gordon como representante del Ejército de Tierra en la Junta de Gobierno. Con ello no está preparando un nuevo golpe de Estado; carece de la fuerza y de la autoridad para hacerlo. Lo que pretende es colocar en la Junta de Gobierno a un hombre fiel. Con un nuevo Gobierno puramente técnico y sin capacidad de negociación, el foro en que ocurrirá el inevitable diálogo con los vencedores del plebiscito es la Junta. En ella, dos de sus miembros, los generales Matthei y Stange, son abiertos partidarios de la negociación; otro, Merino, fluctúa entre las dos opciones, y el cuarto, Gordon, era demasiado primario como para defender nada coherente. Pinochet necesitaba a alguien que le representara eficazmente. De ahí el nombramiento de Sinclair, defensor a ultranza de la necesidad de la intervención del Ejército para salvar a la patria de sí misma.
Frente a la inquietud y al nerviosismo de un instituto armado que se sabe carente de fuerza para imponer nuevamente la violencia, la oposición del no, la Iglesia e incluso los partidos de la derecha han capeado con calma el temporal de incertidumbre que siguió al referéndum. Sabían que el triunfo del no hacía inevitable la negociación de la restauración democrática con la oposición. Las contradicciones del sistema dictatorial llevarán a éste, más pronto que tarde, a desplomarse de bruces sobre la mesa de reuniones. Y en esta hipótesis, el Chile democrático deberá hacer nuevamente gala de la inteligencia con que ha jugado sus cartas hasta ahora.
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