Desconcertación
POR SEGUNDO año consecutivo, los agentes sociales y el Ejecutivo han concluido las negociaciones sobre la concertación sin acuerdo. La aceptación por el Gobierno del modelo de negociación propuesto por los sindicatos no ha quebrado la resistencia de éstos a lo que consideran un intento del Gabinete de Felipe González de obtener legitimación para su política económica. Los Presupuestos para 1989, que fueron presentados por el Gobierno como los del giro social, no contarán con el consenso que se pretendía, y la radical oposición sindical al Plan de Empleo Juvenil servirá de hilo conductor de la movilización durante los próximos meses. Todo ello sin contar las tensiones de la tradicional negociación salarial en los convenios, estimulada por el fracaso de las previsiones oficiales sobre la inflación.La ausencia de concertación puede significar el final definitivo de un modelo de pactos sociales que había demostrado su validez y eficacia a lo largo de la transición. Desde los Pactos de la Moncloa de 1977, los sindicatos mayoritarios (CC OO y UGT) aceptaron un modelo de acuerdo por las cúpulas, cuyo objetivo último -confesado o no en aquellos momentos- fue el deseo de afianzar la democracia y, paralelamente, atajar las consecuencias más dramáticas de la crisis económica, que había llevado a tasas de inflación del 24%. Este modelo, que rompió con el asambleísmo sindical de los últimos años del franquismo, ayudó a disciplinar a las bases a cambio de un reconocimiento institucional como fuerzas hegemónicas en el movimiento obrero.
Con la llegada del PSOE al poder, en momentos de una coyuntura económica difícil, la concertación prosiguió bajo los mismos esquemas, siendo el presidente del Gobierno el más convencido de la necesidad de conseguir la hegemonía social, además de la política, reflejada en las urnas. El esquema se quebró cuando empezaron a verse los primeros frutos del sacrificio económico y se dispuso un nuevo reparto de la tarta de la riqueza nacional. La posición de CC OO se endureció, arrastrando, tras un período de vacilaciones, a una UGT convencida de la necesidad de marcar distancias respecto al partido gobernante. La debilidad de la oposición de derecha y la ausencia de una alternativa viable desde este campo sociológico disolvió los escrúpulos de sectores del sindicalismo temerosos de estar haciendo el juego a los conservadores. Pero esta debilidad favoreció, simultáneamente, actitudes intransigentes por parte de los socialistas que gobernaban, que partían de la hipótesis de que una confrontación abierta perjudicaría proporcionalmente más a UGT que al Gobierno.
Esta hipótesis se apoya en cálculos razonables, pero su aceptación sin más supone olvidar otros aspectos de la cuestión. En Occidente, las dos vías ensayadas de salida de la crisis son las definidas por las fórmulas neoliberales o por esa mezcla de liberalismo y socialdemocracia conocida como de ajuste positivo. Para los neoliberales, la concertación no sólo no es imprescindible, sino que en determinados casos se considera incluso una rémora. Pero si se elige la segunda vía, la concertación es un componente esencial de su viabilidad práctica. Ese ajuste con contrapartidas es inaplicable sin la complicidad de los sindicatos. Mientras se mantengan tasas elevadas de crecimiento, el Gobierno puede resistir, sin grave desgaste electoral, la oposición frontal de los sindicatos, pero al precio de renunciar paulatinamente a su proyecto político. Si la situación se mantiene durante un largo período, el efecto previsible es un reforzamiento paulatino del componente liberal de la política económica gubernamental. De ahí que la concertación fuera deseable para ambas partes y que, al margen de las responsabilidades respectivas, las dos salgan debilitadas de la pugna.
De ahí también que, más allá de las lamentaciones, sea urgente buscar modelos alternativos de debate económico-social. La Constitución atribuye esta función al Consejo Económico y Social (CES), institución que, 10 años después, sigue esperando plasmación en la legislación positiva.
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