Un paso adelante
CON LA celebrada esta semana en Lisboa, son ya cinco las cumbres que han reunido, desde noviembre de 1983, a los primeros ministros de España y Portugal. Si a éstas se añaden los viajes, oficiales o no, que desde la muerte de Franco se han intercambiado los mismos mandatarios y otros ministros y parlamentarios, y las visitas de Estado (cuatro, con la que ahora se anuncia de los Reyes a Portugal en 1989), no se acaba de entender por qué las relaciones entre ambos países no son tan buenas como debería hacer suponer el kilometraje recorrido por sus políticos.En la Península existe una relación secular de displicente indiferencia de españoles hacia portugueses y de un considerable recelo, mezclado de un cierto acomplejamiento cultural y económico, en dirección contraria. De tal modo, que un estornudo en Madrid parece una tormenta en Lisboa. Y una tormenta en Lisboa pasa inadvertida en España. Ello provoca que las relaciones entre los dos países estén teñidas, todavía hoy, cuando las circunstancias históricas han cambiado espectacularmente, de una dosis no despreciable de desconfianza que hace que los portugueses se asombren de los gestos españoles de amistad, sospechando siempre que esconden alguna mala jugada, y que los españoles no comprendan el análisis a que se somete en Portugal cualquier gesto procedente del otro lado de la raya.
Últimamente, suponiéndole siempre a Madrid una voluntad hegemónica, Portugal quiso ver amenazas a su identidad en la incorporación española a la OTAN (íbamos a disputar a Portugal el mando estratégico en la Península) y en la accesión conjunta a la CE (nos proponíamos absorber a la economía portuguesa, más débil y menos desarrollada). España no tenía intención de hacer semejante cosa, claro está, pero es posible que no diera suficientes indicaciones en contra de tal opinión. De ahí las cumbres luso-españolas, la última de las cuales acaba de concluir en Lisboa. Cada una ha sido mejor que la anterior, y debe alabarse el espíritu de paciente entendimiento entre sus protagonistas. Aun así, con la sola relación bilateral no ha sido posible avanzar tan rápidamente como era de desear. Pero lo que no ha hecho el contacto de país a país lo ha conseguido la Comunidad Europea, a la que ambos pertenecen: les ha obligado a superar por arriba, merced a la obligatoria aplicación de las normas que los dos firmaron con Bruselas, las dificultades que les separan.
En la recién terminada cimeira no ha habido acuerdos espectaculares, porque, subsumida la mayor parte de nuestras relaciones bilaterales en la marcha diaria de la Europa comunitaria, empiezan a no ser necesarios. Sin embargo, la decisión de liberalizar el mercado textil entre los dos países a partir de enero de 1989 -adelantándose en un año a la supresión de aranceles prevista en los respectivos tratados de adhesión a la CE- es un paso adelante en el realismo que debe presidir los intercambios entre los dos países ibéricos y un avance en la pretensión española de crear una zona de libre comercio en la península Ibérica antes de la entrada en vigor del mercado único europeo, prevista para enero de 1993. Además, se ha acordado la armonización del desarrollo de las zonas fronterizas respectivas, la consulta previa a Lisboa para la decisión del cambio o no del ancho de la vía férrea y la coordinación política, tradicional desde este año, ante los presupuestos de la CE. A lo que se ha añadido una constatación algo voluntarista de que "no tienen por qué existir discordancias sobre la respectiva participación" en la OTAN y en la UEO.
Este ambiente de concordia oficial está siendo seguido por la iniciativa privada, que es la que acabará realmente de anudar las relaciones hispanoportuguesas. Los espectaculares aumentos de intercambios comerciales y humanos entre ambos países, y la certeza de cumplir un destino común en un proyecto supranacional europeo, terminarán por derribar las barreras que los libros de texto de historia de los dos países han levantado durante siglos.
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