Revoloteo de sociólogos
Cada vez que los desagües del poder despiden un olor fétido no faltan voluntariosos trabajadores de la cultura oficial que se encasquetan la escafandra y se afanan en perfumar los bajos fondos. Estos peones de brega no sólo pretenden con ello atraer hacia sí la atención del público, sino también mantener bajo secreto la naturaleza de los residuos, y sobre todo salvar, en la medida de lo posible, la imagen de los maestros de lidia. Funcionarios y ambiciosos, dotados de una envidiable autoestima, encuentran no sólo natural que la cúpula del partido gobernante reparta puestos de libre designación entre primos y allegados, sino también que distribuya entre sus afiliados bienes materiales y simbólicos con la precisión del usurero y la largueza de quien regala lo que no le pertenece. A cambio de tan pingües donativos estos adalides de la ciencia legitiman con sus racionalizaciones la patrimonialización del Estado por un grupo político. En este juego trucado del bingo monclovita un grupo social ha salido especialmente beneficiado: los científicos sociales, mis colegas.Como es bien sabido, las ciencias sociales se desgajaron del frondoso árbol de la filosofía en el siglo XIX para responder a un problema de gobierno, o mejor, al problema central de todo Gobierno: mantener el orden social. Paradójicamente, las nacientes sociedades industriales, que se sustentaban en los principios de libertad e igualdad, lejos de responder a sus postulados fundacionales generaban sin cesar desarraigo y miseria. El problema del pauperismo se convirtió así en una aporía para los representantes de la economía política, a la vez que ponía en solfa la categoría de progreso sobre la que se articulaban los discursos positivistas de sociólogos e historiadores. El pensamiento crítico de pensadores como Marx, Weber y Veblen, entre otros, encuentra en este marco su significación histórica.
En la actualidad, y como consecuencia de la crisis del Estado del bienestar surgida a mediados de los años setenta, se tiende a producir en las sociedades industriales una bipolarización de las poblaciones, es decir, se incrementa la distancia entre quienes poseen capitales y bienes culturales y quienes malviven en el desempleo, la economía sumergida y la marginación. Irrumpe, por tanto, en la escena social la cuestión del nuevo pauperismo, que supone una negación en la práctica de los principios democráticos. Y sin embargo, si se exceptúan algunas intervenciones lúcidas, obra fundamentalmente de un activo grupo de filósofos, son escasos los intelectuales y científicos que se atreven a denunciar el despilfarro, las corrupciones, los delitos de los poderosos y las innumerables sumisiones cotidianas. La alta cultura ha demostrado preferir la alta costura.
Hablar de científicos sociales a secas podría, no obstante, resultar engañoso en esta época de flexibilización, y precisamente cuando la división del trabajo productivo, así como los métodos gerenciales de empresa, se hacen extensivos al ámbito administrativo. En realidad, tres subgrupos o colectivos de especialistas en ciencias sociales se han visto particularmente favorecidos con prendas y prebendas en pago a su oficio de turiferarios del régimen. Nos referimos a historiadores, economistas y sociólogos. Todos ellos se rigen por un afán desmesurado de poder directamente proporcional al grado de su adhesión incondicional al poder. No hace falta decir que el referéndum sobre la Alianza Atlántica, en el que cerraron filas como un solo hombre en torno a la tribuna del líder carismático, ha sido su prueba de fuego. Las funciones sociales de cada uno de estos tres grupos de especialistas difieren entre sí, lo que no es obstáculo para que concurran al unísono a rodear a los gobernantes de una cortina de incienso que a la vez que perfuma al poder lo sacraliza y oculta.
Los historiadores, por ejemplo, proporcionan a las elites advenedizas un pedigrí de prestigio. ¡Por fin España recupera sus viejas raíces ilustradas! ¡Al fin han llegado los herederos de las luces, los regeneradores de la patria, quienes, quizá por descubrir las cualidades gustativas de las endibias y la barbaroise, tienen hilo directo con la modernidad! La operación historia, esa burda instrumentalización del pasado al servicio de quienes renuncian a sus compromisos con el presente, consiste fundamentalmente en desenterrar a muertos ilustres y convocarlos a una especie de mesa redonda en la que participan juntos Carlos III y Giner de los Ríos, Jovellanos y Costa, Cabarrús y Pablo Iglesias. Por real decreto Mahler y Machado moderan la asamblea.
Los economistas, a su vez, llevan el peso de las grandes directrices del Estado, definen los puestos y los presupuestos, señalan los ámbitos prioritarios de inversión, sanean, reconvierten, retocan las estadísticas y maquillan como pueden los excelentes resultados económicos sin llegar a explicar por qué los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres. Sus racionalizaciones enmascaran bajo magnitudes económicas y fórmulas técnicas opciones políticas que, a tenor de los resultados, parecen directamente inspiradas en las consignas procedentes de los consejos de administración de las grandes entidades bancarias.
En fin, del gremio de los sociólogos han surgido, los más torpes, pero también los más perseverantes aduladores de príncipes. No se ha producido conflicto estudiantil, profesoral, sindical o intersindical en el que alguno de ellos no se haya sentido en la obligación de poner su desafortunado granito de arena para mayor gloria del partido y desprestigio de la profesión. Uno se los encuentra arrastrando la bata de cola de una baronesa, asesorando a la Trilateral o haciendo de florero en los consejos de ministros. Muchos son consejeros autonómicos, directores generales de cualquier cosa, embajadores en el centro del imperio o se enriquecen elaborando informes técnicos para los Gobiernos de América Latina. Estos contumaces romeros de Jávea pueblan las fundaciones, se reparten las cátedras, copan las ayudas a la investigación y monopolizan las revistas de pensamiento subvencionadas con fondos públicos. Los sociólogos son, pues, casi un pleonasmo del socialismo a la española. En este sentido, si se quiere hacer un diagnóstico de la política de nuestro tiempo ya no es preciso recurrir a elaboradas encuestas, a recurrentes sondeos de opinión, ni al cruce alambicado de variables, basta conseguir los movimientos de estos aprendices de Maquiavelo, observar sus reacciones, escuchar su parloteo que adopta el aire de discurso argumentativo, analizar sus rostros a la luz de la televisión gubernamental. Los sociólogos, estos sociólogos militantes, son hoy, salvo encomiables excepciones, la más viva encarnación de los gansos del Capitolio.
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