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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nada cambia en Suráfrica

EN 1983, menos del 20% del electorado negro acudió a votar en las elecciones municipales celebradas entonces en Suráfrica. Una fuerte propaganda en pro del boicoteo de los comicios retuvo en casa a ocho de cada 10 electores. Los concejales negros que resultaron elegidos fueron frecuentemente acusados de traición, y en un caso concreto de dramáticas consecuencias, uno fue linchado en Sharpeville; por ello, aunque sin pruebas, seis africanos de color fueron condenados a muerte y esperan angustiosamente el cumplimiento de la sentencia.El presidente Botha no ha olvidado la lección de hace cinco años. Como sabe que los líderes del antiapalrtheid siguen implacablemente opuestos a participar en procesos electorales cuya consecuencia final sea una mínima condonación del régimen racista, para las elecciones municipales celebradas ayer en Suráfrica ha buscado conjugar dos cuestiones que puedan beneficiarle: de un lado, ha querido estimular la aparición de líderes comunitarios negros menos exigentes; de otro, ha intentado aprovechar los evidentes deseos de los poblados negros de llegar a tener concejales que les resuelvan los graves problemas municipales que padecen. Pero se trata de un señuelo: la esencia del programa político futuro del presidente Botha es encontrar colaboracionistas de color que sirvan a su proyecto final de establecer en Suráfrica una comunidad multirracial controlada por los blancos y separada en colectividades aisladas elínicamente; es decir, la aberración política y humana. La medida de su éxito estará en el nivel de abstención o de presencia -en las urnas de los surafricanos de color.

Botha está embarcado en complejos ejercicios de supervivencia a favor de su minoría blanca. Una de las falacias más al uso en este momento consiste en presentar tales esfuerzos como si fueran el fruto de un genuino pragmatismo político, un verdadero sentido del Estado, destinado a ir preparando lentamente la igualdad de la población de color sin alterar por ello el equilibrio del país, es decir, acabando idílicamente y sin violencia con la desigualdad racial. En realidad, lo único que pretende el Partido Nacional de Pietr Botha es montar una red de aceptación exterior que aleje amenazas futuras, especialmente de los países negros de África, y, además, evitar la pérdida de votos a manos del ultraderechista Partido Conservador por culpa de las mínimas concesiones que se hacen a la mayoría negra, a quien se sonríe, pero no se franquea el paso. ¿Se permitiría a un Mandela libre defender públicamente sus ideas?

Últimamente, el Gobierno de Pretoria pone la carnaza de una apertura aparente. Viajes por África, con cesiones marginales a los negros, conversaciones de paz. Nada de ello suena a sincero. Detrás de cada viaje, o concesión, o negociación, el presidente Botha pro pina un garrotazo -a negros y blancos opositores, por igual- que sirve para apaciguar a su extrema derecha y, de paso, para recordar a los flusos el verdadero carácter del régimen racista. Botha puede visitar cuantos países del África negra pueda (y quieran ellos recibirle), puede prometer la independencia de la Namibia que hace años ocupa legalmente (bastante antes de que llegaran los cubanos a Angola), puede sugerir que va a liberar a Nelson Mandela (para evitar que se le muera en la cárcel un mártir respetado por el mundo entero). A la hora de la verdad, tantos gestos de buena voluntad no son más que cortinas de humo que no ayudan a cambiar un sistema al que realmente no se pone en causa. Algunas realidades descarnadas tipifican, en efecto, la situación verdadera del régimen del apartheid: hay en Suráfrica cinco negros por cada blanco, y la proporción será de 14 a 1 a mediados del próximo siglo; la mayoría pretende tener los mismos derechos que la minoría, y la minoría, que hoy dispone de toda la fuerza, se opone a ello y mantiene a los ciudadanos de color en régimen de esclavitud. Éste es el panorama en el que se agotan las alternativas políticas surafricanas.

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