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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los muertos de Argelia

LA DISCRETA tolerancia con que ha sido juzgada en Occidente la matanza de centenares de jóvenes argelinos hace dos semanas ilustra perfectamente la diferencia de baremos utilizados a la hora de enjuiciar acontecimientos, dependiendo de donde éstos ocurran y de quiénes sean sus protagonistas. Parece como si, puesto que Argelia es un país sedicentemente moderado y líder prestigioso del Tercer Mundo, las salvajadas que allí ocurran debieran ser interpretadas a la luz de misteriosos atenuantes, cuyas razones tienen más que ver con la conveniencia que con la justicia.En los últimos tiempos, la situación argelina ha ido complicándose progresivamente. Desde antes del verano, un problema ha seguido a otro: un escándalo financiero de mayúsculas proporciones que ha salpicado al entorno inmediato del propio presidente; la necesidad de la convocatoria de un referéndum sobre la impopular unidad argelino-libia; la protesta generalizada por la congelación de salarios; un reguero de huelgas más o menos apoyadas por el sindicato único (UGTA); tensiones por la subida del coste de la vida y, sobre todo, de los alimentos; y, finalmente, la revuelta juvenil que ha provocado la tragedia. El gobierno argelino, con típica soberbia dictatorial, no quiso asumir con flexibilidad esta revuelta.

La insatisfacción expresada en forma de manifestaciones callejeras es un elemento irremplazable en el acontecer político de una nación, aunque los contestatarios dispongan de otros medios para protestar. Un gobierno digno de tal nombre debe ser capaz de hacer frente situaciones sin incurrir en una conducta criminal. Las autoridades argelinas -que no conceden esos otros medios a sus ciudadanos- sacaron al ejército a la calle e, incapaces de controlar de otra manera la situación, permitieron el asesinato de centenares de jóvenes. Para salvar la cara del gobierno argelino, se ha llegado a decir que la sangrienta represión habría sido instrumentada por quienes, en el partido único o en el ejército, se oponen a la política moderada de Chadli. El gobierno podría haber invocado esa circunstancia como atenuante si hubiese detenido y procesado inmediatamente a los responsables de la matanza. Nada de eso ha ocurrido, de tal forma que las autoridades argelinas han endosado, de hecho, la actuación de las tropas.

La aparición televisada del presidente Chadli Benyedid, dirigiéndose a la nación y prometiendo un plebiscito para cambiar la constitución y fomentar la democratización del país, sería interesante si fuera creíble. Es de temer, sin embargo, que el ofrecimiento se inscriba más bien en el capítulo de la lucha por la supervivencia del líder, de los manejos del aparato de poder contra él y de las tomas de posición de las fuerzas políticas ante el VI congreso del FLN que se celebra en diciembre. Para entonces, es seguro que todos los delegados esperan haber olvidado que la breve intifada argelina desbordó por un momento su acartonada y artificial representatividad.

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