El bolso
Nadie sabe qué hay dentro del bolso de Isabel II. Ni siquiera lo sabe Margaret Thatcher, que usa un dispensario similar para guardar sus cosas. En realidad nadie sabe qué hay dentro del bolso de nadie, y ésa es, por otra parte, la razón por la que existen los bolsos. En el caso de la soberana británica, la presencia obsesiva del bolso es una consecuencia de la capacidad con la que Isabel II supo siempre entender a sus súbditos desde aquella jornada en la que tuvo que volver de Kenia para encargarse de los asuntos de Estado que la muerte dejó sobre la mesa de Jorge VI. La reina, que entonces era una chiquilla, ya sabía que sus compatriotas querían verse en ella como en un espejo, y en seguida aprendió a comportarse como si viajara en tren para ganarse el sueldo. Para acercarse a los demás adoptó la sonrisa horizontal de los monarcas, se vistió con buen tejido pero con el diseño que hubieran querido las señora que se conforman con vestirse, simplemente; fue a una peluquería que interpretara ajustadamente el peinado medio de la británica pedánea y se hizo con un bolso del que luego se harían millones de copias, todas ellas a la mayor gloria de lo mediano. Es probable que dentro del bolso con el que viene a España no haya nada. Pero Isabel II sabe que nadie la llamaría Isabel, únicamente, si no llevara un bolso como todo el mundo y lo agarrara como si fueran a arrebatárselo.
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