Unos buenos premios
Es BUENO que se premie la generosidad del alma, la abundancia del ingenio, la fuerza de la valentía y la constancia de la curiosidad. La vida de la humanidad transcurre tan acechada por la crueldad, la estulticia, la cobardía y la ramplonería que los logros individuales o colectivos deben ser festejados, acaso menos para servir de ejemplo que para premiar a los que, con su originalidad, consiguieron superarse. La proliferación de premios concedidos anualmente en el mundo en los campos de las ciencias, del arte, de la literatura, de la política o, simplemente, del coraje da fe, no de una trivialización de las recompensas, sino de una redoblada búsqueda de la excelencia allá donde se encuentre. Y es en lo difícil que resulta calibrar esta virtud donde se halla la razón de tanta multiplicidad: el arte se interpreta de distinta manera en Oriente que en Occidente y tiene diferente consideración el valor cívico en el Norte que en el Sur.Por lo demás, y contra los pesimistas que no ven más que motivo para la desesperanza, los ejemplos diarios de virtud son tantos en el mundo que justifican su premio en cualquier parte. Si no hubiera cien galardones para una cosa u otra, sería preciso inventarlos para así conceder a cada individuo que lo haya merecido el insuperable instante de gloria de su coronación. Estamos hablando, naturalmente, de premios dignos de tal nombre y no de esa alocada multiplicación de supuestos galardones destinados más a satisfacer la vanidad de quien los concede que los méritos de los agraciados.
Los premios Príncipe de Asturias nacieron en 1981 con el loable propósito de vincular al heredero de la Corona española con la región de la que lleva el título a través del ensalzamiento de logros en todos los campos de la actividad humana. Se reforzaba así la sensata función de un príncipe que, en este final de siglo XX, debe estar volcado en las pacíficas tareas del cultivo del espíritu. En los siete años transcurridos, los Príncipe de Asturias se han afianzado de tal modo que adquieren poco a poco la solera que ha de acreditar su paulatina implantación mundial. Dos asturianos de pro han mimado su progreso. Uno, Sabino Fernández Campo, secretario general de la casa del rey Juan Carlos, lanzó la idea y la cuidó hasta verla hecha realidad con la generosa financiación de Pedro Masaveu. El otro, Plácido Arango, en esta segunda etapa de consolidación, está desarrollando, desde que hace un año preside la fundación del premio, una labor que no se limita al aseguramiento financiero. En efecto, si ha conseguido que, por fin, la fundación se autofinancie, no es menos importante el espíritu de mecenazgo discreto e inteligente que aplica a su gestión.
Aunque todos los premiados merecen en justicia el galardón, tres deben ser destacados por encarnar acaso exactamente la vocación internacional de un premio que se otorga más a la culminación que a la promesa: Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), porque no sólo ha hecho que la política se supedite al deporte, consiguiendo los Juegos Olímpicos más repletos de la historia, sino porque valientemente ha empezado a enfrentarse con la definición misma del olimpismo, un ideal que, no sin conflicto, tiende a evolucionar y a ajustarse al complejo e imperfecto mundo de hoy; Jorge Oteiza, el gigante de la escultura que hace años aseguró que sus manos habían quedado vacías de arte y que recibe hoy el premio a lo que Plácido Arango llamaba ayer "la pasión creadora" de un vasco andante que "ha sabido conjugar le ética y la estética, la belleza y el civismo"; y, finalmente, Oscar Arias, presidente de Costa Rica, premio Nobel de la Paz, que ha hecho posible lo que hasta hace apenas un año era inimaginable: la certeza de que la paz en Centroamérica puede estar al alcance de la mano. Son buenos los premios Príncipe de Asturias de 1988. Han ensalzado la imaginación, la valentía, la creatividad, la tolerancia, la iniciativa, el optimismo, la concordia, la intelectualidad. Pero, sobre todo, han premiado el corazón de aquellos que lucharon por ser excelentes sin proponérselo, con el solo afán de responder a su vocación personal.
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