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Tribuna:GRITOS DE LA CIUDAD
Tribuna
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Viaje a la superficie del ruido

Juan Cruz

Esta ciudad está llena de cuatro millones de ruidos. El frutero proclama su mercancía; es preciso escuchar que te venden agujas a pares por un precio de risa; es imprescindible saber que las rebajas van en furgoneta por los barrios sucios, y resulta necesario conocer la virtud de las cebollas sanjuaneras, que se traen directamente de la huerta y pasan por tu oído como una exhalación maloliente. Todos llevan su ruido a cuestas y todos lo exudan como una manera de desprenderse de la forma más estentórea de la violencia: el grito. El grito es el ruido que todos llevamos dentro.De un lado a otro de la acera se gritan los acertijos y los buenos días, las citas, los parabienes y los insultos, y todo excede, todo es excesivo. Así que, cuando ya no queda más remedio que ponerle cristales a la calle, uno se refugia en el taxi como si regresara a casa, como si hubiera un refugio posible dentro del espectáculo de ruido que es Madrid cuando la ciudad se vuelve a poblar. Pero no. El taxista, a las diez de la mañana de mediados de septiembre, ya ha recibido su extenuante ración de ruido, que ha querido calmar con un aperitivo insólito en el bar de la esquina: coñá y puro para seguir la cuesta abajo del día. Recibe al viajero con ese perfume envolvente del tabaco ajeno y le pregunta si es preciso que arroje el puro a la calle. No, no hace falta, para qué. Usted es un amigo. El español ruidoso siempre se alegra de que los demás le alaben el mal gusto, y lo dice ruidosamente, sin equívocos: "¡Usted es un amigo, coño!". Quiere saber adónde se dirige el viajero e inicia la conversación posterior, la habitual: "No sabía que ese hospital estuviera en ese sitio; siempre creí que estaba en Padre Damián". Por ejemplo. El silencio es momentáneo. No, no tiene radio, para qué la iba a tener, si en esta ciudad no queda una radio viva. Silencio. Muy breve, de nuevo. "Oiga, ¿y no podríamos al menos criticar a las chicas?". No, no podemos criticar a las chicas. "No tengo ganas de hablar", le dice el viajero. Y él atiende el ruego. Se calla. Muy brevemente.

Noticias de Alcorcón

La calle de Velázquez le da excusa para dirigirse a la furgoneta que le fianquea. Es de Alcorcón. "¿Cómo va el encierro de Alcorcón?", grita desde su cubículo, y aparentemente no oye, porque inquiere de nuevo: "¿Cómo?", y se queda muy satisfecho porque parece que el encierro va estupendamente. Cuando sube Serrano, en dirección al Retiro, halla que todos sus congéneres son estúpidos al volante e interrumpe la succión del puro para dirigir epítetos ruidosos, que los demás reciben como el grito restante, el grito necesario para seguir sin sobresaltos el camino: todo es normal, nadie camina callado, estamos todos y somos como antes. Los tapones de la circulación son buenos vehículos para la descarga repentina y sucesiva de este ruido que todos llevamos dentro. Unos tocan el claxon, otros amenazan al coche posterior con una acometida que los va a rajar. Cualquier remanso de paz parece una utopía que sólo se puede hallar en el fondo del re trete de un cementerio. Pero nadie la busca. Todos siguen en la calle compitiendo para llegar antes al paroxismo del ruido, y cuando vuelven al bar a reponer fuerzas para seguir la jornada, vuelven a gritar que son felices, o que son desgraciados, o que están muy contentos de que esta ciudad se haya vuelto a llenar de lo que siempre tuvo. En la frontera de la locura, cuando ya los vence el sueño, irán a un chiringuito para seguir recibiendo el ruido en pleno rostro, como la última bendición que guarda Madrid para sus cuatro millones de ruidos que caminan.

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