¿Qué hay de nuevo?
Acaba de volver de un sitio que se llama Verines. Explicaron que la casona perteneció a unos monjes irlandeses que huyeron con el inicio de la guerra, la vieja guerra nuestra. El impacto más violento lo recibió inmediatamente, al comprobar que el lugar de encuentros no era otra cosa que un aula desnuda con pupitres de formica. A través de las ventanas se veían un mar violeta, la hierba crecida y las últimas moras del año en las zarzas. Premonición de que a partir de ese momento el goce quedaría de puertas para afuera: eso le trajo el abatimiento escolar de los días radiantes.Y entonces empezó a hablar de Galdós y de aquella famosa elección entre Kafka o Mann. Sintió que los ángeles escapaban definitivamente y que el cuartel iniciaba su diseño con una perfección perversa, a pesar de que rigidez y arte siempre fueron enemigos. Yendo menos lejos, los años le habían permitido comprobar que el encierro y la disciplina impuestos convierten su ya exiguo cerebro en un patatal. Se masticaban el muermo de las horas cejijuntas y el sopor de lo muerto.
Es sabido que la muerte es multiforme, precisamente una de sus facetas más repugnantes es la de encarnarse en el arte y esclerotizarlo para que ni siquiera esa esperanza quede en pie. Todos aquí somos tan educados que siempre citamos los nombres de fiambres egregios y no manejamos conceptos ante el temor que producen el desacuerdo y la ignorancia. En cambio, hay gente que propone que los libros se editen a un tiempo en los cuatro idiomas del Estado de las autonomías y otros reivindican el vigor del bable como depósito de recuperables esencias. Uno alza el brazo desde su pupitre para reclamarse patriota y abundan los poemas con toque bucólico despojados de la voz poderosa de Walt Whitman. Arte cocinado en los hornos del chauvinismo rancio. Más claustrofobia y más ganas de huir.
Un túnel del tiempo
Había imaginado una babel de la cultura y se encontraba en una aldea de seres empeñados en hacer florecer a un castaño carcomido, regando el árbol seco cada mañana y cada tarde. Un olor pútrido se extendía por el poblado, pero ellos lo estimaban porque lo conocían desde que nacieron, era su olor y en él se engolfaban, poseídos por un desconcertante frenesí. Le pareció que hubiera atravesado el túnel del tiempo sin proponérselo, y ahora ya no era el cuartel, no ya el aroma mortuorio, sino la perplejidad de deambular por un territorio absolutamente estéril. Restaba protegerse y poner a buen recaudo los textos y los nombres amados, un humus balsámico que, de mostrarse, corría peligro cierto de verse consumido ante la falta de oxígeno.
Restaba situarse en el margen de la aldea a observar los movimientos y el ciclo repetido de discusiones parvularias desposeídas, sin embargo, de toda inocencia, la vagancia intelectual y el brillo de referencias oxidadas. Literatura agonizante. Situarse ahí y encontrar a algunos otros refugiados a los que preguntar qué hay de nuevo reconociéndose. A pesar de todo, la línea fronteriza no está tan estrictamente vigilada como debiera y siempre quedan pasos ignorados.
Por fortuna, ha regresado a la ciudad cualquiera donde todo es confuso y desde su balcón escucha jerga callejera, letras de Patti Smith en el box del vecino, los de El Último de la Fila un poco más allá y una charleta en francés entre dos africanos. En el contestador hay un mensaje que termina see you y por teléfono le ha llegado un acento del Sur. Ha leído un bello texto que reclama del artista un comportamiento ejemplar y ha apreciado más que nunca la tibieza de los lenguajes diversos y la capacidad para atrapar en la red del propio pensamiento una idea no manida. Sin más consideraciones políticas.
Después, John Berger le ha recordado que fue Baudelaire uno de los primeros en dar nombre y describir el desarraigo de las masas urbanas. Berger y Baudelaire, dos personajes que no están en la aldea y que, no obstante, son de su tradición cien veces más que don Juan Valera. Como ellos, vive en un mundo sin límites precisos donde el desarraigo puede trocarse en potencia. En sus oídos aún quedan temblando dos referencias geniales del jefe en la clausura: "Transcurridos cuarenta años de dictadura y cuarenta años de marxismo en la literatura". (Tal vez el pareado no fuera exactamente así, pero las cifras y los conceptos sí son correctos). Un mordisco en el cerebro mientras las cámaras de televisión no dejaban de apuntar. Apretó el esfinter para conservar la calma y se alegró de haber aceptado la generosa invitación. De lo contrario, quizá hubiera creído que bajo el epígrafe de ¿Qué hay de nuevo en la literatura española hoy? se escondía alguna realidad generativa. Ahora sabe que lo que haya de nuevo -y lo hay- está fuera de la hermosa casona de los monjes irlandeses y del palacio remozado de un indiano. También sabe que no recibirá más invitaciones a participar en eventos de esta índole, pero no importa: como a Saint-Exupèry tampoco le gusta que se estropee a los humanos un poco más cada día.
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