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La fatalidad

El viejo marinero que poco a poco se va imponiendo sobre los demás personajes que lleva dentro obliga a Barral a vivir cada vez más tiempo en Calafell, en la costa catalana, y eso pese al "martirio" de la aberración urbanística. "Este es mi pueblo", dice Barral. "Es como si me hubiese incorporado a una tribu y los viejos del lugar fuesen mis ancestros. Podría haberme ido a otro sitio, sin duda, pero no es algo que se pueda inventar. No está en los límites de la libertad, sino de la fatalidad".Ya no hace "viajes largos" -a Ibiza, Alicante...-, pero navega a menudo con el último Capitán Argüello de los varios barcos que ha tenido su familia desde que su padre usaba ese alias para firmar libros de divulgación sobre el mar. Su Capitán Argüello es una palangrera construida por encargo sobre planos del siglo pasado, allá por el 57; entonces aún había carpinteros de ribera. Le costó 15.000 pesetas, un precio razonable y en cualquier caso inferior que los de los nuevos yates, de los que habla con infrecuente desprecio. Vuela mucho, además, como senador socialista, a Madrid y vuelta, y se ha sentido útil con las leyes del patrimonio artístico o de costas, que son sus intereses. Es fatalista sobre la costa española, de la que conoce cada cabo y cada bahía. "Menos del 40% del perímetro puede ser aún salvado".

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Los papeles del seductor

Ya no escribirá más memorias, "a no ser que viva 90 años"; además, dice, con la edad la memoria adelgaza. Escribe la poesía pero no puede hacer otro tanto -"se me acumula y apelmaza"- con la prosa, que dicta. Luego corrige sobre la versión mecanografiada. Viaja con cuadernos blancos que parecen libros, casi hechos por encargo cuando era editor, en los que anota fugaces intuiciones. La redacción de un poema puede durar meses, y es el poema "el que se da a sí mismo por terminado".

Domina la técnica de no dejarse ir en una entrevista.

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