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El odio al fútbol

Cuando empieza la temporada de fútbol siento una náusea pequeña seguida por otra mayor. La primera es por el fútbol en sí: lo odio; la segunda, por la injusticia, la sinrazón que supone la primera; y por un odio hacia algo. Estamos programados desde lejos; hubo un tiempo en que se nos inscribieron algunos tatuajes que perduran. Quizá es mejor morir sin llegar nunca a ver su tatuaje y creyendo que uno ha dispuesto en la vida de una personalidad singular y ufana. Pero la época es de revisionismos, y hay que practicarlos con uno mismo: hasta disolverse del todo, si se puede conseguir.El deporte, entonces -cuando fui tatuado-, aparecía para muchos como lo opuesto a la inteligencia. Algunos diminutos intelectuales de patio de colegio nos enorgullecíamos ya de saber que estábamos en esa aristocracia inútil y, frecuentemente, moral; nos gustaban las palabras, seguíamos con el apasionamiento posible las págimas mal escritas y dudosas del libro de historia. Y hasta el latín. Pequeños tontos, renunciábamos a la pelota que los otros pateaban con fruición, con un goce visible y audible, una felicidad energuménica, entre insultos y peleas; renunciábamos, también, a los insultos y las peleas. No eran dignos.

Se juntaban muchos rasgos en nuestro tatuaje. El fútbol, o su remedo bárbaro en el adoquinado del patio, era algo viril, y nosotros -tres o cuatro, que conversábamos en voz baja en un rincón- sabíamos que no queríamos ser viriles: simplemente, personas de sexo masculino. Nos aproximábamos al grupo de las niñas. Entonces -la República- había coeducación, y había también feminismo: en aquella patria perdida para siempre estaba ya todo lo que ahora se quiere reconstruir. Curiosamente, no queríamos ser viriles -"macho", se decían ya ellos, unos a otros porque nos gustaban aquellas niñas y porque no queríamos diferenciamos de ellos más que en su forma complementaria.Los más vertidos al sexo y a la mujer, y destinados irremediablemente a ello, éramos, para los otros, los maricas. No se abstenían de decirlo. A veces pienso que ojalá lo hubiese sido y lo siguiera siendo. Una canonjía, vista desde este otro lado del destino sexual, y ya sé que es otra injusticia. Pero el tatuaje del ADN, y de lo que se oía en donde creíamos que debíamos oír, estaba escribiendo los rasgos del futuro.

La idea de que el deporte era el enemigo de la inteligencia fue, naturalmente, aberrante. Pero tenía sus bases para nuestras creencias obtusas. Era un tiempo de lógica y razón -acababa de llegarnos el eco perdido de la Enciclopedia y -la Revolución Francesa- y el fútbol nos parecía un azar sin argumento, sin desarrollo. Creíamos más en la pelota que en el jugador: era ella y su esfericidad imprevisible, y su hinchazón vacía, y su bote incalculable, la que decidía. Nos parecía tonto. En los momentos en que se quiere uno borrar los tatuajes desesperadamente sabemos -creemos a quienes nos lo dicen- que en el fútbol hay técnicas, tácticas, raciocinio, inteligencia; lógica y razón, relaciones de fuerza, talentos, aunque sean tartamudos y privados del uso del lenguaje cuando se aproximan a un micrófono. He oído decir en televisión que un hombre maduro que se acerque por primera vez a la cultura y la sabiduría del fútbol ya no tiene posibilidades de incorporarse; no se puede reciclar. No lo intento. Aún me atengo al designio de la pelota y la encuentro ajena a mí.

La razón se buscaba entonces en todo y para todo. Hasta los fantasmas estaban catalogados, clasificados y definidos por la Society of Psychological Researches de Londres. Hasta el desconocido, o el montón de desconocidos que lleva uno dentro -personalmente, cada día descubro más, y más contrapuestos, que litigan todo el tiempo: no me dejan vivir-, estaban también descritos minuciosamente por Freud y sus discípulos, y divulgados por estas tierras -mal copiados, y a destiempo, y con el lenguaje menos conveniente y más equívoco por Marañón. Que también creía que eran maricas los hombres destinados a las mujeres: don Juan, Beltrán de la Cueva, el príncipe don Carlos.

Después vino la política a corroborar lo que nos estaba pasando. Se decía que el fútbol era de derechas, y la intelectualidad era de izquierdas. Comenzó, perdida ya la República, pero no su esencia -está muy tatuada en la piel nacional, por mucho, también, que se frote-, a acusarse a Franco de fomentar el fútbol para hacer de él un sustituto de la política, viejo invento ya del panem et circenses de Juvenal, que va rebotando en otras épocas duras de la historia -pane e feste tengono il popol quieto, de Lorenzo de Médicis; pan y toros, de los Borbones asustados-, y que aquí se convirtió en tópico. No dejo de ver ahora, en esta resurrección del fútbol y en la espejeante multiplicación que le da la pantalla casera, un regreso al fútbol por distanciación de la política, o para la distanciación de la política.

No sé hasta qué punto el fútbol significa algo, hoy, políticamente. Pero sí hay algunas coincidencias notables. Por ejemplo, el nacionalismo. En aquellos tres o cuatro pequeños programados del patio del colegio -¿los habría en otros colegios?-el nacionalismo era algo réprobo. Cosas de la época; se tendía al internacionalismo. No a éste de ahora, de multinacionales y organizaciones supranacionales, de puntos de soberanía lejanos o de presidentes de Estados Unidos a los que ni siquiera podemos votar -quizá sea una ventaja no tener que elegir entre dos cerebros como Bush y Dukakis-, sino a algo más directo, más libertario, más de pueblos, de gentes, de personas. El fútbol representaba entonces un nacionalismo y, después, algo peor, un nacionalismo regional. Creíamos que sería posible un mundo sin idiomas y sin fronteras, sin guerras y sin patrioterismos. En eso me he quedado, y no tengo ningún deseo de borrarlo de mi programación. Me gusta seguir siendo contrario a los nacionalismos de todos los tamaños. Sigo creyendo que un día los demás se iluminarán algún día; y si no, allá ellos.

Pero con respecto al fútbol, aunque sea de banderolas y pancartas, y de representaciones de nacionalidades, y aunque se lleve ahora a esa exaltación a la violencia que siempre se esperaba de él, he ido cambiando de ideas. Pienso qué hubiese sido de mi vida si una tarde de invierno, dejando los libros en el suelo y la compañía fascinante de las niñas y de los amigos eruditos de Verne y de Víctor Hugo -la atracción francesa, otro desastre de mi. generación-, me hubiese aproximado al grupo de los pequeños futbolistas del patio y hubiese pedido pelota, como ellos, con su grito destemplado y prematuramente hombruno -"¡Eh, gilipuertas! ¡Echámela a mí!"- y hubiese seguido y seguido, tarde tras tarde, hasta siempre.

Y pienso que no debía haber transmitido a nadie el odio estúpido, al fútbol. Alguna tarde cerrada pienso en que mis hijos deberían haber sido entusiastas del fútbol, haber preparado una carrerita corta y hecho unas buenas oposiciones. Pero es sólo una debilidad pasajera. Cuando todo está más sereno, estoy con ellos como son, o como han sido.

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