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El próximo presidente de EE UU

Con la confirmación de la candidatura de George Bush en la convención republicana de Nueva Orleans ha empezado en serio en EE UU la campaña por la presidencia. Su desenlace se prevé angustiosamente disputado. Por un momento pareció que el candidato demócrata Dukakis llevaba a su rival republicano una aplastante ventaja: hasta 17 puntos de diferencia a principios de verano. Se trataba, indudablemente, de un efecto óptico inducido por el desfase temporal entre una y otra convención. Dukakis era como el ciclista que empieza un descenso antes que su rival; generalmente, la ventaja se esfuma al iniciar el líder la subida del puerto, mientras su retrasado competidor se lanza cuesta abajo.Así ha ocurrido. Bush ha alcanzado a Dukakis (e incluso le ha superado en algún muestreo) y, finalmente, los dos adversarios, descartados los quebraderos de cabeza que les hicieron pasar sus propias parroquias hasta que decidieron designarles como candidatos, levantan la mirada hacia el otro lado del ring, se enfundan los guantes y se disponen a librar una curiosa y despiadada lucha. En ella pesarán menos las mínimas diferencias ideológicas que los considerables distingos de la personalidad respectiva (de ahí, las campañas de lo que los americanos entienden por cubrirse mutuamente de fango -mud-slinging-, exponiendo o inventando escándalos y descalificando caracteres y experiencias pasadas). Rodeados de asesores que, a partir de un vago sesgo conservador o liberal, les suministran la respuesta enlatada a cualquier punto del programa electoral, el verdadero problema de los candidatos consiste en desplazar al contrario del hipotético centro ideológico, que en EE UU está bastante más a la derecha que en Europa. Porque el corrimiento ideológico hacia ese centro, iniciado ya en estas presidenciales con la selección de dos candidatos a la vicepresidencia extremadamente conservadores (aunque la diferencia de formación, trayectoria política e inteligencia sea abismal), probablemente garantiza la elección al que se coloque más rápida o más decididamente en él. En este sentido, será interesante seguir atentamente los debates televisados entre Bush y Dukakis y comprobar cuáles serían sus estilos personales de gobernar. Sin duda alguna, muy diferentes. Pero el problema político a dilucidar en estos comicios no es la elección entre dos opciones ideológicas verdaderamente dispares (que eso se acabó cuando fue derrotada la candidatura de Jesse Jackson), sino, como ha dicho Juan Marichal en estas mismas páginas hace unos días, la condena del Partido Demócrata al ostracismo por un período que para 1993 habrá sido de 12 años si Dukakis pierde esta oportunidad.

Visión europea

En Europa estamos acostumbrados a la interpretación que de la realidad política americana nos suministra la Prensa liberal de la costa Este. Por consiguiente, seguimos con más apasionamiento la evolución de los liberales que la de los conservadores, y ahora aceptamos implícitamente que el público estadounidense está cansado de "ese payaso" de Reagan y, por ende, de su acólito, Bush. La elección del presidente, sin embargo, no es decidida por The New York Times, sino por el granjero de Kansas. Las claves de la elección están, por este orden, en la prosperidad económica (nunca ha habido, desde la II Guerra Mundial, un cambio de partido en la presidencia sin una situación económica inestable), en la percepción de la hegemonía americana en el mundo y en la figura de un presidente que representa con seriedad los valores primordiales de la sociedad estadounidense. Si, en esta ocasión, Ronald Reagan pudiera volverse a presentar, probablemente sería reelegido; ésa es la verdadera medida del cansancio que produce "ese payaso" en su pueblo. Las payasadas o los delitos que percibimos desde Europa tienen poco que ver con cómo lo entienden los americanos: Nixon fue reelegido por tremendo margen en pleno escándalo Watergate.

La visión norteamericana es muy conservadora. El próximo presidente de EE UU será, no sólo el que exhiba una personalidad más versátil y telegénica, sino el que sea capaz de interpretar el conservadurismo de su país con mayor coherencia y civilidad. Porque el país no se va a mover de donde está. Es un lugar en el que parece encontrarse a gusto, sean cuales fueren las razones para ello (prosperidad, inflación aún no amenazante del 5%, relajación espectacular de tensiones internacionales, sorprendente y deliberada ceguera frente a los disparates de la presidencia que ahora acaba). Y no es necesario recordar cuál es la frontera de lo inaceptable en un liberalismo americano al que los partidarios de Bush acusan de ser tan peligrosamente revolucionario como las social-democracias europeas (sic). EE UU es un país generoso con los suyos, tierra de promisión, cuna de ciencia y riqueza. Merece respeto y amistad. Pero, nos guste o no en Europa, es un país conservador.

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