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Anverso y reverso de la democracia norteamericana

Entre los incontables espectáculos colectivos que ofrece la sociedad norteamericana al visitante foráneo, las llamadas convenciones presidenciales de los dos partidos políticos dominantes del país descuellan por su absoluta singularidad sociólogica. Porque, en verdad, nada semejante es observable en el resto del planeta. Particularmente, desde que la televisión permite al pueblo norteamericano asistir a dichas asambleas cuatrienales, donde se eligen a los dos candidatos presidenciales para las elecciones del noviembre siguiente. E indudablemente, la televisión había incrementado, respecto a la transmisión radiofónica, el dramatismo de ciertos momentos decisivos en la selección de los candidatos, y había contribuido a la ampliación de la conciencia política del electorado. E incluso las actividades carnavalescas de las delegaciones estatales -pese a su carácter provinciano, casi rural- eran vistas como manifestaciones ingenuas de un pueblo libre y soberano. Mas todo esto ha cambiado en las convenciones de este verano: se ha comprobado, en cuanto a asistencia televisiva, que un número considerable de millones de norteamericanos las han juzgado aburridas e hicieron un sustancial agosto para las casas de vídeo. ¿Debe atribuirse tal indiferencia a la extensión de algunos discursos y a la ausencia de sorpresa en la elección? No hay duda que los miles de periodistas presentes mostraban visiblemente su colectivo aburrimiento, que ni siquiera podía disminuir el aire de carnavalada. Y no es aventurado asentar que las convenciones de 198S marcaron en in de una época en la historia electoral norteamericana.O más precisamente, la democracia norteamericana ha mostrado -sin proponérselo- que ha de encontrar nuevos modos de regirse a sí misma si quiere mantener el espíritu emprendedor de sus mejores tiempos y grandes figuras. En los dos partidos se sintió que había que adaptarse a las nuevas circunstancias políticas e históricas v no se les ocurrió mayor novedad que la de acudir a destacados (y costosísimos) expertos en montar magnos espectáculos para así marcar el comienzo de una nueva época con convenciones deslumbrantes en su teatralidad y tecnología. El resultado, en uno y otro caso, fue el !imitador acartonamiento de muchos de los participantes y actos protocolarios. Sólo una voz rompió todas las hormas y reformas, la de Jesse Jackson, quizá la figura más representativa de la política norteamericana del futuro próximo. Y casi la única sorpresa de las dos convenciones -la selección por el, vicepresidente Bush del senador Quayle como su acompañante en la candidatura republicana- despertó en seguida a muchos de los somnolientos periodistas que sospecharon habría materia explotable en el historial del apuesto y joven candidato. Efectivamente, la honda tragedia nacional de Vietnam surgió de nuevo en la conciencia de Estados Unidos. Sin que nadie, ni el mismo Bush, pudiera esperarlo, la convención republicana se transformó en un recordatorio de los miles de víctimas (que todavía sufren sus consecuencias) de aquel coniflicto. En suma, los millones gastados en el decorado de las convenciones no pudieron ocultar que la democracia norteamericana debe afrontar, con nuevo espíritu, muy graves problemas sociales.

Porque resulta una paradoja que en una candidatura corro la demócrata figure un millonario muy distante ideológicamente del aspirante a presidente, Michael Dukakis. Se comprenden, por supuesto, las razones de geopolítica que empujaron a Dukakis; en favor de Bentsen, similares a las del presidente Kennedy en relación con Lyndon Johnson. Mas han pasado muchos años y el maquiavelismo liberal de Kennedy es no sólo irrepetible: es patentemente insuficiente para los tiempos que corren. De ahí que la voz de Jesse Jackson (dejando de lado sus acciones concretas de orden político) podrían ser el ingrediente moral para una nueva política democrática que abarcara a vastas masas del pueblo norteamericano que: hoy se sienten ajenas al temple de los dirigentes del partido de Roosevelt y Kennedy. Y el equipo Dukakis-Bentsen, concebido cínicamente para ganar las elecciones, no responde a la conciencia solidaria que reclama esta, hora de la historia norteamericana. Los ocho años del gobierno (o quizá desgobierno) de Reagan han acentuado en Estados Unidos el componente de fiero individualismo capitalista de su democracia, y hasta de su estilo de vida individual y colectiva. Una breve anécdota permitirá ilustrar lo que acabo de apuntar. Uno de los Iugares más encantadores de Boston, en su parte más antigua, es una placita (o square en el sentido inglés) presidida en un extremo por una ingenua estatua de Sócrates, y en el opuesto, por otra igualmente sencilla de Colón. Las casas, todas antiguas, pertenecían a viejas familias pudientes que constituían una comunidad muy consciente de su historia y carácter social. Mas los nuevos ricos reaganistas han empezado a adquirir a precios fabulosos las casas que han sido puestas a la venta por motivos diversos, y la placita aludida ha cambiado de carácter: ya que los nuevos propietarios tienen mansiones en otros lugares de la región, y utilizan sólo ocasionalmente sus casas bostonianas. Una comunidad ha quedado así disgregada por el poder disociativo del dinero (y del mal gusto). En suma, el aumento de personas y familias adineradas en Estados Unidos no constituye un peligro para la democracia, pero sí le da un aire de rudeza financiera: el Banco de Boston en Buenos Aires invita a destacados intelectuales españoles (por ejemplo, a Ferrater Mora) a dar conferencias públicas, pero no lo hace la institución matriz con los intelectuales norteamericanos.

La importancia de las elecciones presidenciales del próximo noviembre es, por tanto, verdaderamente excepcional en la historia norteamericana, ya que tendrán prolongadas consecuencias de todo orden. Una victoria republicana equivaldría a la continuación del reaganismo más descarnado y llevaría a profundas divisiones sociales, étnicas y hasta religiosas. Y dado que un presidente suele ser fácilmente reelegido, los cuatro años de Bush se prolongarían hasta 1996. La crisis del Partido Demócrata sería la más grave de su historia y cabría la posibilidad de su transformación en un nuevo tipo de organización política. Por eso el Partido Demócrata debe desplegar ya todos sus recursos electorales, consiguiendo, sobre todo, que se inscriban en los censos millones de pobres que abandonen el sentimiento de indiferencia desesperada que todavía les caracteriza. Y en este esfuerzo será indispensable contar con la participación dinámica de Jesse Jackson, pero también de otros dirigentes, no siempre políticos, de muy diversas instituciones. Es decir, el Partido Dernócrata debe recúperar el impuiso ético de otros tiempos y, sobre todo, debe presentarse como el partido de la solidaridad, atento a las necesidades y derechos de todo el pueblo norteamericano. ¿Mas podrán darle ese tono los jóvenes tecnócratas que constituyen el eficaz equipo de Dukakis? Porque, en cierto grado, encarnan los métodos políticos inseparables del progreso tecnológico. Jefferson decía que no había nunca que temor al pueblo, que era más sabio de lo que sus detractores afirmaban. Esperemos que el próximo noviembre el pueblo norteamericano exprese su fe en la democracia auténtica a pesar de los dineros del senador Bentsen.

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