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Viejas estampas

He sido aficionado contemplativo de antiguas estampas históricas grabadas o litografiadas con imágenes de efemérides españolas y extranjeras de mi especial interés. Es curioso detallar en la inspección de esas grafías vetustas los aspectos indumentarios y los gestos estáticos que adoptan los personajes del pasado. Me viene a la memoria ese recuerdo al hojear estas semanas últimas la evocación de la Revolución Francesa -cuyo segundo centenario está a punto de iniciarse en París- llevada a cabo por dos grandes rotativos rivales de la capital, conservador el uno, de izquierda el otro, acompañando a los respectivos textos grabados alusivos al acontecimiento que se conmemora. Hay entre ellos estampas monárquicas y estampas revolucionarias. Los comentarios que se acompañan son también moderadamente antagónicos. Uno exalta la condición virtuosa y paternalista de los malogrados soberanos, mientras que el otro diario relata, con un fondo de rataplán de tambores, las escenas cumbres del dramático proceso.Todavía hoy se polemiza sobre la debatida cuestión. ¿Fue necesaria e irresistible la gran revuelta de 1789? ¿Podrían haberse evitado las tragedias, el terror y las sucesivas tandas de guillotinas? Mirabeau pudo asumir con probabilidades el papel de conciliador que superara el existente abismo ideológico. Los historiadores del trascendental período toman posiciones doctrinales previas que deslucen la objetividad de la narración. Así, Chateaubriand escribe que un centenar de realistas defensores de la Bastilla dieron su vida en aras de la corona y solamente uno de los asaltantes revolucionarios murió en la asonada. La realidad comprobada de los hechos es exactamente la contraria.

Recuerdo un pintoresco episodio que me sucedió en los años sesenta en París. Anunció su visita a mi despacho un escritor de la derecha intransigente para traerme un libro dedicado precisamente al tema que comento. Le hice ver amablemente que yo era escéptico en cuanto a suponer que la toma de la Bastilla fuera un hito de la historia universal de suprema relevancia. Aquel hombre se irguió en su asiento y me apostrofó diciendo: "Desde el nacimiento de Cristo nada ha ocurrido en este mundo de relieve comparable". La verdad es que después de escuchar esa afirmación me costó trabajo decidirme a leer el prodigioso alegato.

Se atribuyeron a la revolución del 89 grandes novedades en el proceso político de los cambios. Por ejemplo, el magnicidio del monarca y la atribución de la soberanía del poder político al pueblo y a sus representantes. Pero ambas cosas habían ocurrido ya años antes, con el rey Estuardo subiendo al cadalso en la Gran Bretaña y la declaración votada por los padres fundadores de Filadelfia en 1776, es decir, el texto de la Constitución de Estados Unidos, en que se habla con precisión de los derechos humanos, de las libertades civiles y del poder soberano de los ciudadanos.

París, que renueva sistemiticamente su piel de gran capital europea en cada ocasión propicia, tiene a punto una soberbia rehabilitación del conjunto del Louvre, en cuyo square se alza la exótica incorporación de una gran pirámide de vidrio. Fuertes polémicas han acogido esa acristalada figura geométrica, pero ha sido una decisión del presidente Mitterrand, hombre de refinados gustos estéticos, la que hizo posible tal novedad. Con ese motivo ha empezado a hablarse también de la existencia de un gran eje o vía triunfal que, atravesando el casco par¡sino de la rive droite, arrancaría de la tal pirámide transparente y, siguiendo por el Arco de Triunfo, para terminar en el monumental conjunto de la Defensa con sus torres modernas y su cierre horizontal en curso de terminarse.

Los expertos urbanistas han hecho notar en sus críticas las anomalías geométricas del ¡maginario trazado viario. La avenida de los Campos Elíseos no está alineada con el plano del viejo Louvre, que se halla desviado hacia la izquierda. Y el grupo moderno de la Defensa no se adivina visualmente sino después de pasar la plaza de l'Etolle y descender la cuesta abajo de l'Avenue Foch. Los famosos pabellones de l'Orangerie y el Jeu de Paume, construidos bajo Napoleón III, son simétricos hacia la plaza de la Concordia, pero no mirando al Louvre primitivo. Fueron pabellones de recreo. El uno dedicado al cultivo de plantas y flores exóticas. El otro, para que los cortesanos se ejercieran en el noble juego del frontón, de tan remota raíz ibérica. Por cierto, que Fernando VII, en el Valengay dorado que Talleyrand le preparó, tenía también su orangerie, con naranjos enanos, que cuidaba con esmerada fruición acompañado de su hermano don Carlos María Isidro. ¿Había también frontón en la jaula en que el antiguo obispo de Autun tenía enclaustrado al Deseado?

Los aniversarios históricos y las efemérides notables han seirvido en las naciones del Occidente europeo para introducir sustanciales reformas urbanas en sus capitales respectivas. Así, el París de 1900, el Londres del jubileo victoriano, el Berlín del primer káiser, entre otros muchos ejemplos. No oigo hablar, sin embargo, del Madrid del 92. Y sí en cambio -lógicamente- de las sensacionales novedades urbanísticas de Barcelona y de Sevilla. ¿No sería conveniente planificar serias y profundas reformas con ese pretexto en la ciudad que sigue siendo, felizmente, la capital de todos?

Volviendo a la conmemoración francesa en sí y a su inevitable manipulación de los cronistas contemporáneos, pienso, leyendo los dos relatos períodísticos contrapuestos, lo difícil que resulta extrapolar sucesos del ayer y del anteayer a las estructuras sociológicas de nuestro tiempo, llenas de tan complejas y radicales novedades. ¿Cabe preguntarse si fue necesaria e inevitable la revolución del 89? Es como reflexionar hoy día sobre la concatenación, diabólica, político-militar de las grandes potencias europeas de la época que desembocó en la tragedia de 1914-1918, es decir, en la gran matanza intereuropea de la penúltima de las guerras civiles del continente. El zar de Rusia, el rey de Inglaterra, el káIser alemán, el emperador Francisco José y la República Francesa tenían establecido tan espeso y rígido sistema de alianzas que el resultado tenía que conducir inexorablemente a la guerra general.

Después de la última hecatombe, la de 1939-1945, Europa tomó conciencia de su unidad, se comprometió a regirse por el sistema democrático, pluralista y parlamentario, y puso en marcha un lento pero firme proceso de unificación como panorama y objetivo político de los próximos años.

La pirámide de cristal del Louvre, ideada por un artista oriental, simboliza quizá la transparencia que lleva consigo un auténtico sistema democrático y también la fragilidad de una construcción política basada en la libertad que es preciso defender cotidianamente contra todos los riesgos que la acechan.

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