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Conversación en palacio

El término Iberoamérica no es un eufemismo para evitar el de América Latina, sino que incluye a ésta junto a España y Portugal. La comunidad iberoamericana, pese a estar cada día más desvencijada, constituye aún una realidad tangible. Soy muy consciente de pertenecer a una cultura iberoamericana por lo demás desgarrada y a la búsqueda perpetua de identidad, de modo que nada de lo que le concierne me resulta ajeno.España, con una democracia bastante asentada y unos índices socioeconómicos muy respetables, por vez primera en nuestro siglo se ha colocado a la cabeza de esta comunidad. Su reacción, sea cual fuere la retórica oficial, no se diferencia. mucho de la postura que adoptó Argentina allá por los años veinte, entonces el país más potente económica y culturalmente: marcar distancias con el mundo de los pobres, máxime cuando son de la familia.

Cuando salí de joven para el exilio me sentía únicamente español como a su vez se siente chileno, peruano o argentino el latinoamericano que abandona su patria. En Europa o en Estados Unidos, los desterrados de los distintos países iberoamericanos terminamos por descubrir nuestra identidad común. El que no ha vivido mucho tiempo fuera de sus fronteras difícilmente halla esta raíz común iberoamericana. Entre 1966 y 1976 alimenté mi hispanidad en largas estadías en América Latina; en la siguiente década, aunque absorbido por España, no perdí interés por los países hermanos, y pocos han sido los años en que no cruzase el Atlántico. En este último tiempo he visto arreglarse bastante bien las cosas en España -mi crítica se debilita cuando tengo presente al conjunto de los pueblos iberoamericanos- mientras que empeoran o no terminan de cuajar en América Latina. El conflicto centroamericano, la permanencia de la dictadura en Chile, el que Argentina no acabe de arrancar económicamente una vez recuperada la democracia, han ocupado una buena porción de mi tiempo, incluyendo visitas a América Central y al Cono Sur.

En junio, inquieto por las noticias que me llegaban de Perú, pedí al director de este periódico que me enviara a tan querido país andino, donde no había estado desde 1972. Ni que decir tiene que tomé esta decisión antes de que se celebrasen las elecciones mexicanas, que han abierto otra brecha grave, que todos esperábamos -no podía sostenerse por más tiempo la situación- y que todos descartábamos: imposible que el PRI no manejase el tinglado.

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A América Latina había ido siempre como profesor, investigador o conferenciante; ahora, por vez primera, se me ofrecía la oportunidad de ejercer mi vocación más secreta y, por haber nacido demasiado pronto o demasiado tarde, hasta ahora frustrada. Propuse empezar con una entrevista al presidente Alan García, persona especialmente controvertida dentro y fuera de Perú. Pedí al periódico que hiciese las gestiones pertinentes y, una vez que la Embajada peruana en Madrid dio la luz verde, embarqué para Lima.

La peculiaridad más significativa de nuestro mundo iberoamericano radica en el modo en que se relacionan Estado y sociedad civil. Igual que el sector informal ocupa un espacio predominante en la economía, no siempre resulta lo más eficaz para conseguir un objetivo recurrir a las vías formales. Muy a la peruana, fui mecido por las distintas instancias, con la cortesía sublime del latinoamericano, incapaz de decir no, pero transcurrieron las semanas y crecía en mí la sospecha de que me iba a quedar sin entrevista. Mis amigos peruanos, según fuese su inserción política, o bien me pronosticaban que el presidente nunca me recibiría -aquí la larga lista de ilustres periodistas que lo intentaron en vano, representantes de conocidos periódicos norteamericanos o europeos- o bien me aseguraban el encuentro gracias a su intervención, ya que conocían a la mítica señora Mirta, secretaria del presidente. El embajador Felipe Valdivieso, recién ascendido en la jerarquía del Ministerio de Asuntos Exteriores, me puso en contacto con la secretaría de prensa de palacio. Recibido con un distanciamiento cortante, excepcional en un mundo en el que reinan la máxima cortesía y afabilidad, me comunicaron que oficialmente no había conocimiento de mi petición, como si la Embajada peruana en Madrid y la Cancillería en Lima fuesen entelequias inexistentes.

Entre tanto había pasado 20 días en Perú, viajado por la costa norte y por la sierra, conversado con un buen número de intelectuales, políticos y empresarios, construido y desechado interpretaciones varias sobre la situación del país y me encontraba con buen acopio de documentos y libros. Al volver al hotel por la tarde del martes 16 de agosto me dan un mensaje del ministro de Asuntos Exteriores, el doctor González Posada, en el que me comunica que me espera inmediatamente. En Cancillería, el ministro me recibe cordialísimo, se excusa de que los burócratas no le hayan informado de mi estancia en Lima y me asegura que al día siguiente seré recibido por el presidente.

Después de tres semanas en Lima no era pequeño el bagaje de anécdotas y de prejuicios -favorables y adversos- que sobre su persona había acumulado, cuando el presidente, un hombre joven -poder y juventud se potencian mutuamente- alto y fornido, con enorme encanto personal, me hace pasar a su despacho. En la antecámara queda el fotógrafo, a la espera de que el presidente le dé entrada, en la mano llevo un pequeño magnetófono; no estoy muy seguro de si en la hora de la verdad voy a saber manejarlo. Lo único que me reconforta es la lista muy elaborada de preguntas que tengo en el bolsillo.

El presidente García me desarma en un segundo al mencionar un libro mío y dar muestras palpables de que no sólo se trata de un acto de cortesía, sino que lo ha leído y hasta estudiado. Crea de inmediato una atmósfera de intimidad amistosa y me regala su libro El futuro diferente, con una dedicatoria que me emociona. El presidente se dirige al profesor universitario que participa de su amor y preocupación por Perú y me pide que considere off the record esta primera conversación abierta y sincera. Prendido de una discusión intelectual que logró levantar el vuelo, acabé por olvidar el objeto de mi visita.

Empezamos hablando de su formación en Europa, de los autores leídos, de su vocación intelectual que la política habría truncado. No me cabe la menor duda de que Alan García es un político entero, con vocación absorbente y dominio de la artesanía del poder. Sabe que en política lo que cuenta es el éxito, y haber llegado a presidente a los 36 años es hazaña de la que puede ufanarse. Hablamos largo del APRA, una cultura política muy especial en la que es consumado maestro. En 1963 conocí a Víctor Raúl Haya de la Torre, a quien acompañé en un viaje por Alemania. Le interesan mis recuerdos y mis impresiones; construimos al unísono una teoría sobre la personalidad apabullante de Haya de la Torre, él sí más intelectual que político. Me cuenta sus esfuerzos para convertir al APRA en un partido moderno de corte socialdemócrata. Cuando le menciono la gravísima situación económica por la que pasa actualmente Perú, salta como electrizado del, sillón y sobre una pizarra que tiene en el despacho me explica, con didáctica consumada, la política económica que ha llevado a cabo desde su llegada al Gobierno en julio de 1985: con más detalle los años de relativa bonanza, 1986 y 1987, y pasando como sobre ascuas, el ya trágico de 1988. Analizamos los factores que han podido influir en el fracaso de la política populista de izquierda; nos resistimos a admitir que no hay otro camino que aceptar la lógica liberal que imponen los poderosos, pues ya sabemos quiénes pagan al final los platos rotos. ¿En qué puede consistir una política económica de izquierda que sea a la vez realista y eficaz? Ante contradicciones que hemos elaborado conjuntamente, me pregunta por mis recetas. A menudo no tengo otra contestación que el silencio acompañado de una cara compungida. El presidente tiene que tomar pronto decisiones duras en una u otra dirección. Percibo su enorme preocupación, pero no la verbalizamos. Finalizamos hablando de las relaciones entre Perú y España, que confía mejoren mucho en un futuro cercano.

Hemos pasado juntos tres horas y media sin otra interrupción que la del camarero que nos ha servido un café tras otro. Caigo en la cuenta de que he consumido con creces el tiempo disponible y que no he grabado nada; desde luego, respeto su petición de no publicar opiniones y puntos de vista que han surgido en una conversación entre amigos sin estar traducidos o acoplados al lenguaje del político. Quedamos en que me llamaría al día siguiente para hacer por fin la entrevista.

Salgo de palacio satisfecho por la conversación, he aprendido mucho, y triste por mi fracaso en este primer intento periodístico. Acudo a la redacción del diario La República, donde me esperan algunos amigos. Un ilustre periodista y entrañable amigo, Ismael León, al comprobar que nada tengo que contar porque la entrevista se ha evaporado en una conversación confidencial, sentencia: después de tamaño éxito, tres horas con el presidente y nada que decir, en este periódico no te colocaríamos ni siquiera de conserje.

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