El espacio ideal
De su extremo occidental a su extremo oriental (la mayor distancia posible), Venecia se recorre en no mis de una hora a buen paso y sin jadear. Pero casi nadie puede recorrerla así, no tanto porque resulte difícil y aun imposible: encontrar una línea más o menos recta sin vacilar cien veces en el trayecto cuanto por culpa de lo que -con pedantería- podríamos llamar su inacabable fragmentación ideal.
Venecia produce simultáneamente dos sensaciones en apariencia contradictorias: por una parte, es, la ciudad más homogénea -o, si se prefiere, armoniosa- de cuantas he conocido. Por homogénea o por armoniosa entiendo principalmente lo siguiente: que cualquier punto de la ciudad, cualquier espacio luminoso y abierto o rincón escondido y brumoso que con agua o sin ella entre a cada instante en el campo visual del espectador, es inequívoco, esto es, no puede pertenecer a ninguna otra ciudad, no puede confundirse con otro paisaje urbano, no suscita reminiscencias; es -por tanto- todo menos indiferente. (Con la salvedad, quizá, de la Lista di Spagna, ese tramo de calle que muchos de los visitantes que llegan por ferrocarril ven, para su confusión y desgracia, en primer lugar; conviene, por consiguiente, coger un vaporetto o cruzar de inmediato el puente de la estación.)
Por otra parte (y he aquí lo contradictorio), pocas ciudades parecen más extensas y fragmentadas, con distancias más insalvables o lugares que provoquen una mayor sensación de aislamiento. Venecia, está municipalmente dividida en seis sestieri o -más que barrios- zonas de gran amplitud: San Marco, San Polo, Cannaregio, Santa Croce, Dorsoduro y Castello son sus nombres. Pues bien, no sólo en el conjunto de la ciudad, sino dentro de cada sestiere, hay zonas que le hacen tener a uno la sensación de hallarse en un mundo alejado de cualquier otro, es decir, de todos, incluido el que le es no ya vecino, sino colindante y contiguo.
Esta sensación no es exactamente falsa, en la medida en que no es exclusiva del visitante, quien por su desconocimiento de los meandros de la ciudad puede calcular mal y creer que se ha alejado de donde partió mucho más de lo que lo ha hecho, sino que es la sensación en la cual están instalados los propios habitantes de Venecia, y ahora no me refiero, como en otras ocasiones, sólo a los más pudientes, a las fuerzas vivas (aunque nunca se hayan visto unas fuerzas menos fuertes ni menos vivas), sino también a la gente de barrio, a los tenderos y a los pocos; artesanos que van quedando, a las amas de casa y a los niños que también aquí -parece inverosímil- no tienen más remedio que ir al colegio. Me cuenta Mario Pérez que allí donde vive él, en Castello, hay una anciana que nunca ha estado en la plaza de San Marco, y que de vez en cuando le pregunta cómo van las cosas por allí con el mismo tono con que podría preguntarle por el curso de los acontecimientos en Madagascar o en algún otro lugar remoto del que él hubiera regresado con noticias frescas tras largo viaje. Ese alejamiento ideal es una condición de la existencia en esta ciudad: se vive principalmente en el ámbito restringido de la calle, del canal, del barrio, y la totalidad que sin duda es Venecia (de ahí su armonía y su homogeneidad) se da sólo por fragmentos, aunque es una perfecta articulación. La mayor conciencia de esa fragmentación y de esa articulación está en los propios venecianos, pero lo asombroso del caso es que -de forma más intuitiva y tal vez ni siquiera expresa- esa conciencia se da, asimismo, y además de inmediato, en los visitantes, por muy fugaces o atolondrados que sean. Y es seguramente esa noción intuida lo que les veta -por así decirlo- grandes zonas de la ciudad, a las que nunca se atreverán a desplazarse por mucho que el mapa les asegure que están a dos pasos.
Tal vez hacen bien en no correr riesgos. El visitante más aventurado puede llegar a Campo Anconetta camino de Strada Nova, muy cerca del Canal Grande, que hará siempre para él las veces de eje de la ciudad. De pronto, llevado por la curiosidad o por el deseo de ver una iglesia, puede torcer a su izquierda y atravesar nada más que tres canales -Rio della Misericordia, Rio della Sensa, Rio della Madonna dell'Orto- para encontrarse con la admirable iglesia de este último nombre. Y puede que le basten los cinco minutos empleados en ese trayecto para que tenga la extraña impresión de hallarse a mil leguas del Canal Grande. Cuando -tras haber contemplado los 10 Tintorettos que guarda esa iglesia y la preciosa Virgen de Giovanni Bellini con un Niño Jesús energúmeno que no se sabe si está a punto de ahogarse o de saltar al cuello de su increíble Madre- regrese por donde vino, se sorprenderá de ver cuán cerca estaba de lo que sin duda alguna estaba tan alejado mientras permanecía por aquellos canales secundarios. Porque lo cierto es que estaba alejado.
Estado de ánimo
La verdad del espacio en Venecia debe medirse por el estado de ánimo, por el carácter, por la idea que emana de cada sestiere, de cada barrio, de cada canal y de cada calle, no por los metros que los separan. Hasta la misma persona vista en diferentes puntos varía, aunque su función o su actividad sea idéntica en todos ellos. Hay en Venecia un mendigo (curiosamente no se ven muchos a pesar del turismo: por eso puede reconocérselos) con cuya tarea de pedir limosna cumple sobradamente por los seis sestieri. Es gordo, algo entrado en años; lleva un sombrerito que le queda pequeño, toca una zampoña -instrumento que aquí delata su origen meridional- y muestra a la compasión de los transeúntes una gruesa y pulidísima pantorrilla de plástico que surge desde un calcetinito muy corto y blanco. Es la pierna más limpia que he visto y siempre que me lo encuentro me paro a mirarla. Le doy unas monedas por su gran aseo y por el agradable tañido de la zampoña. Este hombre tan reconocible resulta, sin embargo, distinto según esté en San Marco, en San Polo, en Cannaregio, en Santa Croce, en Dorsoduro o en Castello. En el primer sestiere parece un fraude para turistas o un engañabobos local; en el segundo se le acentúa el aspecto de forastero terrone y se lo ve desplazado; en el tercero nadie se da cuenta de que está pidiendo limosna con su impecable pierna, tan incorporado se lo ve al barrio. Cada escenario impone su tipo de representación, y así, no es tampoco lo mismo ver a un turista cruzando el puente de Rialto que verlo atravesar uno de los varios Ponti delle Tette que existen en la ciudad: son los más oscuros, los más recónditos, los que ofrecen más menguadas perspectivas, los menos turísticos, así llamados porque sólo en ellos concedió el Dux permiso a las empobrecidas putas callejeras del XVIII para enseñar las tetas a los viandantes y así captar más clientes, demasiado distraídos en aquella época, según se dice, por las cortesanas más exquisitas de toda Europa y un poco de homosexualidad vigente.
Cada fragmento, sin embargo, es un todo en Venecia. A veces las calles son, tan estrechas y tortuosas que es muy poco lo que aparece en nuestro campo visual. Pero ese fragmento, cualquiera que sea, formará un momentáneo todo, y además, como dije antes, resultará inequívoco. Nada tan inconfundible y tan acabado como el pequeño squero o varadero de góndolas de San Trovase), una diminuta construcción de madera (madera por una vez, no piedra) junto a la que reposan unas pocas embarcaciones que aguardan en la noche su reparación: para las góndolas, desde cuya altura ya fue dicho (hasta los vaporetti son demasiado altos) que la ciudad debe verse, sí sigue habiendo, al contrario que para Mulino Stucky, permanente función y restauración y vida. Cerca del teatro de La Fenice, a su espalda, desde un soportal, se ve sólo un ángulo: el agua verdosa del Río Menuo, un pedazo de palacio rosa, un portón del sólito color sandía, unos escalones. Desde donde escribo veo las columnas de mi terraza, el Rio delle Muneghette, dos barcas, la casa de los molinillos de viento y la Scuola di San Rocco al fondo. Alguien habrá pasado una vida entera viendo sólo el varadero de San Trovaso o ese fragmento del Rio Menuo o éste de mi terraza, como la anciana de Castello de la que hablaba Pérez ha pasado la suya sin pisar San Marco.
Venecia es la hiperciudad. Quizá no les falte, a la postre, algo de razón a los venecianos más petulantes cuando consideran que lo demás es campo. Aquí no hay afueras, aquí todo es piedra, todo es construcción, los jardines que se divisan desde lo alto del Campanile no se encuentran luego, caminando por la ciudad: son privados, cerrados, no pertenecen al paseante ni a la población. El modo de relacionarse con este lugar de piedra no ha de ser, sin embargo, en absoluto artificial, como creen los turistas que con agobio y prisa y espíritu exclusivamente cultural viajan hasta aquí en el error. Al decir que es la ciudad por excelencia o la hiperciudad quiero decir sobre todo que lo es de una forma tan necesaria como natural, esto es: así querida, así pensada, quizá no tan culta como podría creerse sino más instintiva, en modo alguno casual. Una ciudad como ésta puede ser natural, pero no deberse a la casualidad. Quizá haya otra manera de comprenderlo y decirlo: "Venecia es un interior". Así lo expresa Daniella Pittarello, paduana que lleva 10 años viviendo aquí. Por eso, añade, porque nunca hay fuera y es completa en sí, resulta tan difícil lo que a la vez es preciso de vez en cuando: salir de ella, como resulta cada vez más difícil salir de casa cuando se lleva sin hacerlo demasiado tiempo. Henry James la vio de modo muy semejante: "...donde las voces suenan como en los pasillos de una casa, donde los pasos humanos circulan como si bordearan las esquinas de los muebles y los zapatos no se desgastaran nunca...". Decir que Venecia es un interior es la enunciación posible de cuanto he venido apuntando hasta aquí. Significa que es suficiente, que fuera de ella no se necesita nada, y que esa misma falta de necesidad es lo que crea su inacabable fragmentación ideal: el ensanchamiento de lo que es angosto, la lejanía de lo que es cercano, la infinitud de lo que es limitado, la diferencia de lo que es idéntico, el transcurso de lo intemporal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.