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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOVENECIA, UN INTERIOR / 3
Tribuna
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El punto de vista de la eternidad

Javier Marías

En Venecia, quizá por suerte, no se conserva más que una tela del Canaletto o dos. Casi todo lo que pintó está en el Reino Unido por obra y gracia del cónsul Joseph (o Giuseppe) Smith (1674-1770), quien llevaba ya 44 años en la ciudad antes de ser honrado con ese título diplomático al que mas bien honró él. Riquísmio comerciante de pescado y carne y uno de los mayores coleccionistas de su siglo, el cónsul Smith vivió, de sus 96 años, 70 en Venecia, buena parta de éstos en el Palazzo Mangilli-Valmarana, en la esquina del Canal Grande con el Rio del Santi Apostoli. Durante esos siete decenios tuvo tiempo de sobra para reunir varias colecciones de cuadros, esculturas, instrumentos musicales, partituras, manuscritos, libros, grabados, monedas, camafeos, medallas, joyas, que luego fue vendiendo por elevadísimas sumas a la corona de Inglaterra; también se dedicó a proteger y promocionar a diversos artistas, entre los cuales los hermanos Ricci, Zuccarelli, Rosalba Carriera y, por supuesto, el Canaletto. De este último, por lo que en Venecia no se ve, lo logró vender todo, amén de enviar al pintor a trabajar a Londres durante 10 años. Todo visitante inglés con dinero deseaba llevarse un recuerdo visible de su estancia en la ciudad, y ninguno se consideraba más apropiado, fidedigno y exacto que una vista del Canaletto. Sus cuadros hicieron las veces de las postales de hoy para aquellos turistas pioneros, los, nobles ingleses que nunca dejaban de incluir Venecia en el itinerario de sus Grand Tours.Pero aunque el visitante actual no pueda, contemplar aquí las imágenes del Canaletto y tenga que conformarse con reproducciones o con su memoria, sí puede ver numerosos paisajes venecianos de la misma época, debidos a Guardi, Marleschi, Carlevaris, Bellotto, Migliara, en los distintos museos de la ciudad. Y aún, como decía al principio, puede que sea una suerte que no vea los Canalettos, los más precisos y detallistas de todos, casi fotográficos. Pues lo que ve en los cuadros de aquellos vedutisti del XVIII es, asombrosamente, lo mismo que verá al salir de la Galleria dell'Accademia o de Ca' Rezzonico o del Museo Correr. La extraña sensación produce una mezcla de euforia y desasosiego. Y lo cierto es que ambas cosas se intensifican si sus ojos han visto además ciertos cuadros de Gentile Bellini, de Mansueti o del Carpaccio. Es decir, si no sólo descubre que nada ha -cambiado apenas en 250 años, sino en casi 500. Las telas del Cinquecento le mostrarán prácticamente lo mismo que se pintaba en el Settecento y lo mismo que verá en el Novecento en la calle, en la realidad, cuando abandone agotado los interiores de los museos. Y el mayor cambio que podrá apreciar será, sin duda, en los personajes y su indumentaria: mucho noble y mucho eclesiástico, bonetes negros, largas melenas, mantos renacentistas, ajustadas calzas rojas, rayadas o blancas en los Bellini y Carpaccio; mucho burgués y mucho artesano, pelucas, coletas, máscaras, sombreros de teja, camisas amplias en los de Carlevaris o Guardi; repugnantes bermudas y camisetas con lemas, mucho turista en el exterior. El resto, lo que no es humano, permanece idéntico.

El visitante lo sabe ya de antemano, y en cierta medida es ese sentimiento arqueológico lo que lo ha impulsado a viajar hasta aquí. Pero, con todo, es imposible que no se sorprenda un poco si se para a pensar en ello o hace esta sencilla prueba de mirar dos cuadros y luego a su alrededor. Venecia es la única ciudad del mundo cuyo pasado no es que pueda vislumbrarse, intuirse o adivinarse, sino que está a la vista. 0, al menos, su aspecto pasado, que no es otro que su presente aspecto. Pero, en realidad, lo más exaltador y desazonante de todo es que lo que se ofrece a la mirada del visitante es también el aspecto futuro de la ciudad. Es decir, no sólo -viéndola- se puede ver cómo era Venecia hace 100, 200 y aun 500 años, sino que, además -viéndola- puede verse cómo será dentro de otros 100, 200 y seguramente 500 años más. Así como es el único lugar habitado del mundo con un pasado visible, es, asimismo, el único con su futuro ya desplegado.

Con excepción de los edificios que hubo que reconstruir, de algunas casas de las zonas más populares, de la nueva sede de la Cassa di Risparmio de Campo Manin (obra del famoso Pier Luigi Nervi de 1963), de la Previdenza Sociale, de la mussoliniana estación y de alguna cosa más, puede decirse que la edificación terminó en Venecia antes de que nacieran los que hoy viven aquí. Y, sobre todo, puede asegurarse que ya no habrá más, con la salvedad de lo que los imponderables puedan destruir, dejando así un hueco para los arquitectos contemporáneos y del futuro.

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Es muy conmovedor que, pese a ello, Venecia tenga su genio de la arquitectura del siglo XX: Carlo Scarpa (1906-1978), aquí nacido. Pero el caso de Scarpa es significativo: adorado por los venecianos, sus muy reconocibles y admirables obras son inevitablemente detalles, lo cual no es obstáculo para que sus paisanos, que viven en medio del más perfecto conjunto arquitectónico de la historia, se extasíen ante cosas como la tienda de la casa Olivetti, que diseñó en la plaza de San Marco, o ante los portales de las facultades de Arquitectura o de Letras, o ante la antigua aula magna (por él restaurada) de Ca' Foscari, o ante la escalera de Casa Balboni, o ante el patio de la Fondazlone Querini Stampalia. Aquí son cuatro escalones lo que hay que admirar; allí es un techo, allá una puerta, más allá una reja de radiador. Ésa es la obra del gran Carlo Scarpa en su ciudad natal. Nadie toca Venecia, como no pudo tocarla él. Es la ciudad que mejor conoce su propio futuro, y por eso quizá el pasado -el pasado del inmenso peso, omnipotente y abrumador- no se contrapone con ese futuro idéntico y ya conocido, sino con la amenaza de la desaparición.

Desde que vine por vez primera a Venecia, en 1984, he ido volviendo un par de veces al año durante los que han seguido. Es muy posible que me equivoque, pero siempre he tenido la sensación de que la amenaza de la catástrofe, de la calamidad irremediable, de la total aniquilación es, más que un verdadero temor de sus habitantes, una auténtica necesidad. Esta aprensión deliberada, fomentada, a mi parecer, se contagia en seguida a los visitantes, probablemente hasta los más efímeros, quienes nada más poner pie en un puente tienen la sensación de que aquél puede ser el último día de la ciudad.

Venecia es la ciudad más protegida y observada del mundo, la más vigilada, la siempre auscultada. No sólo hay un universal deseo de conservarla, sino que se la quiere conservar como está. En realidad se sabe que no puede dejar de existir, que no puede perderse. No lo permitiría, seguramente, ni una conflagración mundial. Esa certeza tremenda de que algo que vemos ante nuestros ojos va a seguir siempre ahí y además va a seguir igual, sin las necesarias dosis de zozobra e inseguridad que precisan todas las empresas y comunidades humanas, sin que exista la posibilidad de una nueva vida ni un florecimiento inédito, un crecimiento ni una ampliación, sin la posibilidad -en suma- de sorpresa ni cambio, hace que los venecianos tengan "el punto de vista de la eternidad". Así lo expresa Mario Perez, quien, a pesar de su nombre (sin acento), es una de las pocas personas nacidas, criadas y fijas en Venecia que he tenido el privilegio de conocer y tratar. ¡El punto de vista de la eternidad! La frase me heló la sangre mientras cenábamos: yo, un lenguado; él, un salmón. ¿Acaso puede haber un punto de vista más angustioso, más insoportable, más inhumano?

Yo supongo que la única forma de tolerar esa certidumbre y ese punto de vista es ceder a la tentación de creer en la destrucción inminente de lo que. sin duda nos sobrevivirá: alimentar la amenaza y el miedo de la total extinción. Cada vez que he llegado a Venecia me he encontrado a la población alarmada por algún motivo, antiguo o nuevo. Unas veces es una noticia sobre el mal de la piedra, que la corroe con mayor rapidez que en pasados siglos; en otras ocasiones son los mochileros y el exceso de pendolari (turistas de una sola jornada que llegan diariamente hasta en número de 30.000); en otras es el acqua alta, cuando la marea sube en exceso y anega las partes más bajas de la ciudad (la plaza de San Marco en primer lugar), arruinando a los dueños de las tiendas, obligando a formar pequeños puentes en medio de las calles con banquetas en fila, provocando desastrosas inundaciones, como el 4 de noviembre de 1966, aquel nefasto día en que el agua subió 1,90 metros, llenándolo todo de humedad y costra salina durante meses; por supuesto (es bien sabido), la ciudad se va hundiendo paulatinamente, dicen que 15 centímetros cada siglo; las industrias cercanas contaminan la piedra, en pocos años, más de lo que lo hicieron siglos enteros menos productivos; y siempre existe la posibilidad de un terremoto que convierta Venecia en un inmenso y laberíntico palacio sumergido (algunas pequeñas islas del estuario desaparecieron por fenómenos telúricos en su día).

La última amenaza, hace sólo unas fechas, ha sido la proliferación de las algas del fondo de la laguna, unida a la plaga de los chironomidi, esos insectos con pinta de mosquitos torpes que a veces forman nubes tan densas que ennegrecen ventanas u obligan a detenerse a trenes en marcha y a aviones en pleno despegue. Los detritos de las fábricas de la vecina Marghera actúan como un abono para las algas, que crecen y se reproducen desmesuradamente y a tal velocidad que cuatro barcos recogiéndolas durante día y noche por miles de toneladas no han bastado para despejar el fondo. Las algas se pudren con el calor de este verano hirviente. Los peces mueren y flotan en la superficie como si fueran la mirada inesperada y múltiple de las aguas. Y, según el lado del que sople el aire (o si no sopla, desde ninguno), un olor pestilente se apodera de la ciudad. Es una vaharada envolvente, de putrefacción. Uno se despierta en medio de la noche por la fetidez, y lo que en otro lugar le parecería un mero accidente que no puede durar, en Venecia se le antoja perpetuo, globalizador, un estado mental, un signo claro del fin de la civilización. Son tal vez los inconvenientes de que aquí se vea todo con ese punto de vista.

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