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Entreluz: ¿alba o crepúsculo?

La afluencia de votantes en las elecciones del 6 de julio fue extraordinaria. Tengo 74 años y nunca había visto, en México, nada semejante. No menos sorprendentes fueron los resultados. Los primeros sorprendidos deben haber sido los partidos de la oposición: ¿esperaban tantos votos? Tampoco los del PRI -pienso sobre todo en los viejos jeques y jerarcas- se imaginaron la magnitud de sus pérdidas. El voto secreto y libre de los mexicanos acabó en un día con el sistema de partido único. El mismo candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, lo reconoció poco después de la elección. Comenzamos ahora a dar los primeros pasos en un territorio desconocido: el régimen pluralista de partidos.Después de haber liquidado de una manera pacífica una tradición política que duró más de medio siglo, ¿seremos capaces de convivir en una democracia abierta, con todos sus riesgos y limitaciones? El pluralismo es relativismo y el relativismo es tolerancia. En las democracias modernas no hay verdades absolutas ni partidos depositarios de esas verdades. Los absolutos pertenecen a la vida privada, son el dominio de las creencias religiosas o de las convicciones filosóficas. En las sociedades abiertas, las derrotas son provisionales, y las victorias, relativas.

Todo o nada

El relativismo de las democracias modernas contradice nuestra tradición política. La contradice por partida doble: en nuestra historia, ni los vencedores ni los vencidos aceptaron nunca que sus triunfos y sus derrotas eran relativos y provisionales. Todo o nada, fórmula más religiosa que política. Una ojeada a nuestro pasado reciente demuestra que, con la excepción de Madero, la legitimidad de nuestros presidentes ha sido, por lo menos, dudosa. Algunos fueron claramente impuestos: Calles impuso a Ortiz Rubio y Lázaro Cárdenas a Ávila Camacho. Otros ganaron las elecciones, pero su triunfo habría sido menos completo y más discutido si no hubiesen contado con los recursos y la fuerza del partido. Ahora bien, el partido ha sido, desde su fundación en 1929, el brazo político del Gobierno, como el Ejército y la policía son su brazo militar. En todos estos casos, las victorias fueron totales y absolutas: los vencedores nunca compartieron el poder con sus adversarios. La otra cara de la medalla no es menos deplorable: todos los candidatos vencidos afirmaron que habían sido víctimas de un fraude, y muchos entre ellos acudieron a las armas para hacer valer sus derechos. Cada cuatro años había un levantamiento. El partido fue fundado por Calles precisamente para acabar con los pronunciamientos. Acabó con ellos, pero también con la democracia. La lección del pasado es clara.

En la actitud de los partidos de la oposición hay más de un eco de ese pasado terrible que, sumariamente, acabo de evocar. Desde el mismo día de las elecciones no han cesado en sus denuncias: han sido víctimas de un fraude colosal. He leído con atención sus argumentos, y confieso que no me han convencido. No voy a detenerme en el análisis de las cifras que presentan unos y otros. Son del dominio público y la Prensa no hace todos los días sino hablar de estadísticas electorales. Creo que todo aquel que examine con imparcialidad y sin pasión este asunto llegará a conclusiones parecidas a las mías. Sin duda hubo irregularidades; además, torpezas y errores. Es natural: aparte de la malsana persistencia de nuestro pasado en los hábitos del PRI y en el ánimo de sus opositores, hay que pensar que son las primeras elecciones de esta índole que se realizan en México. Ni el Gobierno ni el PRI ni la oposición ni el pueblo mismo, nadie tenía la experiencia necesaria. La democracia es una moral política, pero también es un aprendizaje y una técnica. Cierto, las torpezas y los errores son explicables, pero ¿las irregularidades? Respondo: todos exigimos que el colegio electoral examine cada caso con el mayor rigor, con la máxima limpidez y ante los ojos de la opinión pública. No es imposible que la oposición haya ganado en más distritos de los que hasta ahora se le han reconocido. Pero una cosa es formular estas legítimas reservas y reclamaciones, otra exigir la anulación de las elecciones o autoproclamarse presidente electo.

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¿La disputa sobre la validez de las elecciones es un reflejo de nuestra inmadurez política? Sí y no. Es claro que nuestro pasado y su confusión entre lo absoluto y lo relativo, lo religioso y lo político, sigue vivo y se expresa en muchas de nuestras actitudes. No somos todavía -para bien y para mal- una sociedad enteramente moderna. Desde la independencia, nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres han variado; hoy viajamos en avión y nos interesan la biología molecular, la crisis del marxismo y la moda punk, pero ¿han cambiado realmente nuestra creencias profundas y nuestras actitudes fundamentales? Por supuesto, sería una ligereza imperdonable atribuir únicamente a la persistencia del pasado nuestra disputa acerca de la credibilidad del resultado de las elecciones. Hay también responsables directos. En primer lugar el Gobierno y el PRI. Por una parte, son herederos de medio siglo de manipulaciones, manejos abusos y violencia; por la otra, muchos de los dirigentes del PRI continúan, en sus actitudes y en su lenguaje vano y altisonante los viejos trucos prepotentes. No convencen a nadie, pero irritan a todos. El error más grave se cometió hace tres años en Chihuahua: al escamotearle al PAN el triunfo se dañó la credibilidad del Gobierno. La actitud de la Prensa extranjera se ha debido en parte a este desacierto. Además se perdió la oportunidad de comenzar la reforma democrática no en el centro sino en la periferia. Habría sido el comienzo de la descentralización política.

Pretensiones

No es menor la responsabilidad de los dos candidatos de la oposición, los señores Cárdenas y Clouthier.

El primero ha proclamado una y otra vez que ha triunfado y se dispone a hacer todo lo posible para evitar que se consuma la usurpación: marchas, desfiles, plantones, apagones, etcétera. Su propósito, ha dicho francamente, es crear una situación tal que le impida gobernar a Salinas si éste fuese declarado presidente. Clouthier no pide la presidencia: quiere que se anulen las elecciones y que se repita el proceso electoral. La pretensión de Cárdenas es insensata: ¿cómo puede probar que ganó la elección? ¿Con manifestaciones y desfiles, sobre todo en la ciudad de México, en donde cuenta con el apoyo de grandes grupos, principalmente de los militantes del movimiento universitario? La pretensión de Clouthier no sólo es desmesurada sino irrealizable. Mejor dicho: irreal.

Lo que piden los dos candidatos, en verdad, es la rendición in condicional de sus adversarios En un abrir y cerrar de ojos quieren desmantelar al PRI y poner de rodillas al Gobierno. Otra vez: todo o nada. Poseídos por los fantasmas de nuestro pasado, los líderes de la oposición buscan la derrota total, la aniquilación política de sus antagonistas. No son partidarios de una transición -o sea: una evolución gradual y pacífica, como pedimos algunos desde 1969 sino de un cambio brusco, instantáneo. Lo mas curioso -lo más inquietante- es que ninguno de los dos puede afirmar seriamente que la mayo ría de los mexicanos apoya su pretensión. Pedir la rendición incondicional del enemigo es muy arriesgado y puede ser suicida cuando, como en este caso, el contendiente es fuerte y está decidido a combatir. Esto que digo es aplicable lo mismo al Gobier no que a la oposición: el primero debe resistir a las provocaciones y a la tentación de la violencia; la segunda, si quiere sobrevivir, debe abandonar la política de todo o nada. El proverbio dice que Dios ciega a los que quiere perder. Lo terrible es que los perdidos, en este caso, seríamos todos.

No sabemos lo que ocurrirá en los días próximos. En cambio, sí podemos decir lo que desearíamos que sucediese. Aceptar la relatividad de la política significaría, en primer término, que la oposición conserve, mantenga y extienda sus enormes ganancias, lo mismo en las Cámaras que en la opinión pública. Por lo que toca al PRI, no debería importarle perder la mayoría absoluta en alguna de las Cámaras. Pero todo esto pertenece a lo que podría llamarse la cocina política. Lo más importante es dar un paso adelante hacia la constitución de un auténtico régimen de partidos.

Para sobrevivir, el PRI debe cambiar radical y sustancialmente. Ante todo, tiene que independizarse del Gobierno; sólo así podrá convertirse en lo que tendría que ser: un partido socialdemócrata de centro-izquierda. Sobre esto, González Pedrero ha hecho ya algunas cuerdas indicaciones.

Modernización

El PAN debe y puede afianzarse y extenderse. Debería recoger la tradición conservadora de México, viva todavía después de un siglo y medio de improperios e intolerancias de jacobinos y revolucionarios. Es una tradición que es parte de nuestra historia y que posee aspectos y personalidades admirables. El PAN debería modernizar y actualizar esa tradición.

El neocardenismo, en fin, se enfrenta a un reto formidable: convertirse en un verdadero partido, no alrededor de un nombre sino de unas ideas y de un programa. Creo que esos grupos necesitan modernizar su visión y su lenguaje. También deberían repudiar al socialismo totalitario si es que quieren que tomemos en serio sus invocaciones a la democracia. Y sobre todo: tienen que echar por la borda al populismo. Una última observación acerca de los grupos de izquierda de origen marxista. Entre ellos hay varios intelectuales que han dejado de creer en el socialismo real. En Europa, otros intelectuales que han pasado por las mismas y terribles experiencias y decepciones colaboran hoy con los Gobiernos y los partidos socialistas y democráticos de Francia y de España. Pienso en Semprún, en Debray, en Claudín. ¿No es ése un camino honorable?

Pronto habrá elecciones en Jalisco y en Tabasco: serán la gran prueba. Estoy convencido de que la tarea dual de la nueva generación se condensa en dos palabras: democracia y descentralización. La democracia devolverá a la sociedad lo que le fue arrebatado; la descentralización cambiará el curso milenario de la historia de México. Tarea inmensa y de larga duración. Tarea que, para llevarse a cabo, requiere un verdadero cambio, no sólo en las instituciones y en los organismos políticos, económicos y culturales sino en la sociedad entera: en la moral individual y en la familiar, en las actitudes públicas y en las privadas, en la intimidad de cada uno y en el alma colectiva.

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