El problema está en Roma
El autor de este artículo analiza las raíces más profundas del denominado cisma de Lefebvre para concluir que las razones de esta crisis en el seno de la Iglesia católica se remontan al Concilio Vaticano I, celebrado a finales del siglo pasado. Al término de este concilio se produjeron los primeros brotes de contestación derechista en la Iglesia católica, que hacen afirmar al autor de este texto que es en Roma donde reside el problema actual de la Iglesia católica.
El llamado cisma de Lefebvre ha hecho correr mucha tinta por la prensa de todos los colores y de todas las tendencias. No hay duda de que, aparte de la confesionalidad que se adopte, el tema presenta un interés que a veces corre parejo con lo morboso.Sin embargo, el problema no está en ese pueblecito suizo de Ecône, donde se halla el microvaticano de Lefebvre. Ni mucho menos. La cosa es mucho más gorda. El problema está precisamente en la misma Roma, y desde hace ya mucho tiempo.
Los 'viejos católicos'
Desde la celebración del Concilio Vaticano I, a finales del pasado siglo, la sombra del cisma se ha montado sobre la cúpula miguelangelesca. En efecto, apenas terminado el Concilio Vaticano I, un grupo numeroso de obispos, clérigos y laicos se separó clamorosamente del papado, constituyendo la fracción que desde entonces se viene llamando de los viejos católicos. No son muchos, pero aún funcionan con un cierto vigor.Sin embargo, la derecha vaticana no se agotaba en aquel grupo de los veterocatólicos, sino que siguió implantada en lo más profundo de la propia Santa Sede. Sobre todo funcionó en la lucha contra aquel fantasma que se llamó el modernismo y que todavía hoy no sabemos quiénes eran sus autores y cuáles eran sus tesis condenables. Lo cierto es que para todo había que hacer un juramento antimodernista: yo mismo lo tuve que hacer varias veces, dándole a Dios un cheque en blanco para que El lo rellenara con la maldad que yo ciertamente desconocía.
No podemos negar que en esos ámbitos llamados papistas era donde peor se llevaba a cabo la verdadera obediencia y sumisión al Papa. Aquellos altos dirigentes vaticanos, en tanto servían al Papa en cuanto podían servirse de él. Para no ser vagos e indecisos podemos referirnos a dos casos muy concretos y cercanos: los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI. En aquella época no hacía falta ningún Lefebvre a tantos. kilómetros de distancia del Vaticario. Estaban dentro y tenían en sus manos las llaves de las aulas más sagradas. Eran, por ejemplo, los cardenales Alfredo Ottaviani y Pietro Palazzini. Y podemos decir que las armas que usaban para minar la dinámica progresista del concilio no fueron siempre las más leales. En efecto, sabemos que semejantes campeones de la infalibilidad papal proporcionaron a ilustres periodistas exquisitos materiales para que pudieran atacar al Papa.
Intransigencia
"¡Si supiera, padre, lo que significa hacer de Papa, qué cruz más terrible!". Así se lamentaba un día Pablo VI con un conocido jesuita italiano. "Pero, Su Santidad, deje de tener la cabeza entre las manos", le replicó el religioso. Y añadió: "Dígame más bien quién le hace sufrir". A esto replicó el Papa: "Ese cardenal Antoniutti: no sabe usted cuántos disgustos me da".
Al revés de lo que a primera vista se hace creer, una recesión histórica llevaría fácilmente a la conclusión de que quien ha hecho llorar a los papas en este siglo no ha sido preferentemente la izquierda, sino más bien la derecha. Sin contar a Pío X, la hipótesis se podría verificar también con Pío XI en su lucha con la Action Française (alumno de la cual fue Lefebvre); y con Pío XII, que pretendió poner entre paréntesis a la curia ignorándola. En su último libro (La chiesa nella società contemporanea, 1988), Guido Verrucci localiza la permanencia de un núcleo hierocrático dentro del Vaticano, que el concilio no habría podido ni eliminar ni siquiera modificar, y que habría recibido su impronta del catolicismo intransigente y papal después de la Revolución Francesa. Fue el mismo Pablo VI, que de curia sabía un rato, el que descubrió la trampa: se trataba de un torpedo contra la reforma conciliar, manipulado por sumergibles romanos.
Y así se explica que en 1976, cuando Pablo VI decide suspender a divinis a Lefebvre, sabe perfectamente que el área tradicionalista no ha perdido sus posiciones de fuerza en la curia; tan es así que logra imponer al Papa al mismo tiempo el cese de su sustituto, Giovanni Benelli, ascendiéndolo al arzobispado de Florencia. También es muy significativa la observación de Pablo VI al secretario del consilium litúrgico, Annibale Bugnini (el padre de la reforma litúrgica), el cual le decía que la periferia de la Iglesia era favorable a la reforma. "No basta", le dijo el Papa. "También la curia debe estarlo, porque si no pasaría lo que se dice en Rom: un Papa pone el sello y otro lo quita, y no quisiera que el que venga después de mí llevara las cosas al statu quo".
La hora de la revisión
Son también conocidas las tesis del cardenal Ratzinger a propósito de la relectura espiritualista del concilio. Y hay quien teme, después de la tormenta de los catecismos, de la reducción de los poderes a los obispos, de la relectura del ecumenismo y del diálogo con los hebreos, que llegue también la hora de la revisión del texto clave del concilio: el de la libertad religiosa.Y así la rebelión de Lefebvre dejaría de tener sentido, porque quedaría reducida a una pura anécdota periférica. El problema ya no sería Ecône.
El verdadero problema sería la misma Roma.
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