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Tribuna:VIAJEROS DE VERANO'NUDA AESTES'/ 4
Tribuna
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En miniatura naval

Esta restaurada cultura del verano de los nuevos ampurdaneses es más residencial que litoral, de residencia en el campo, en el interior del paisaje y de sus limitados horizontes y apenas tiene rasgos marineros. La desnudez estiva es aquí poco salobre, más bien de, termas y piscinas. En realidad se asoma al agua salada por asociación con la cultura del verano de las playas de Palafrugell y de Begur, principalmente con los veraneantes de Calella y el puertecillo de Llafranc, donde algunos amarran sus barcos o barcas, y lo más lejos con el Estartit, también por motivos náuticos no demasiado frecuentes. Pero los veraneantes de estas playas y caletas representan otras legalidades estivales que parecen no haber variado desde los años treinta, en parle, tal vez, porque muchos provienen de ciudades y villas gerundenses. Quizá eso ayudaría a explicar el milagro de la conservación del territorio de estas riberas, relativamente a salvo de la urbanística criminal que ha desfigurado, ya la mayor parte de las costas.

Una civilización local

Los veraneantes de Palafrugell siguen siendo contemporáneos de los primeros libros de Josep Plà y representan una civilización local que el escritor casi inventó a partir de unos cuantos testimonios indígenas de su inmediata vecindad. Caletean con diminutas barcas rescatadas que contagian a todo el país un cierto aire de miniatura naval; toman baños rituales al pie de las estilísticas islas Formigues o de las Medes, en memoria de míticas batallas; arrastran plateadas cucharillas de curricán por la restinga de los Ullastres o por el fondal del cabo Sant Sebastià; hacen un poco de vela por las tardes, y no desdeñan tomar café en supuestas tabernas supervivientes, bajo los soportales. Ya no escuchan habaneras, porque los descendientes del Pep Gilet y de sus primeras colles que eran de aquí, sólo de aquí, crecieron, se multiplicaron y generalizaron y buscaron otras patrias más turísticas y anónimas. Tal vez en memoria de Plà, comen muchos caracoles. Siguen usando alpargatas de cintas y al atardecer se anudan un jersei en la cintura o se lo cuelgan de los hombros. Salvo con los marineros con barco en Llafranc, sólo se confunden con los residentes en el paisaje por las noches, en restaurantes apartados que alternan platos refinados con guisos de oca a las frutas del tiempo, o el, los suquets y las fiestas de los nuevos colonos, o en las casas de los que gustan de invitar a diario a copas y a vídeos interminables. Y a tomar baños termales en piscina, a la sombra de los cipreses azules. Leen la Prensa provincial y procuran fumar en pipa.Los apretados cascos urbanos de las calas de Palafrugell y de Begur no se han degradado mucho, o al menos desde el mar no lo parece, y las mansiones en el estricto litoral no se han multiplicado. La del doctor Arruga, en tajamar sobre una de las puntas de Begur, y, de este lado de Sant Sebastià, la Marineda sobre el camino de sirga que lleva a Calella, la que fue del mecenas Alberto Puig Palau, que ahora parece en ruinas, y el Mas Juny que perteneció a la familia Sert y fue una especie de consulado de culturas extranjeras aplicado a internacionalizar la imagen de este trecho excepcionalmente hermoso de la costa entre gentes de alta civilización y aliviados protocolos de costumbres. Un poco más lejos asoman por entre la fronda las almenas del pintoresco castillo del Bany del Rus. Pero no asoman mucho, sólo un poquito. En realidad, los perfiles de los cabos siguen limpios y en proporcionada naturaleza. Sólo hay que entornar los ojos o apartar la mirada ante el pretencioso hotel que corona y ocupa una de las tres puntas del cabo avanzado, un disparate a la mallorquina que resulta muy agresivo en el mundo justo y pequeño que todavía es este rincón marino, extremo oriental de Cataluña desde las severas piedras de Creus.

Yo pienso que no deben quedar pescadores ni profesionales de la mar, personajes de Josep Plà. Los supérstites habrán parado en barqueros de los colonos del interior, de los nuevos romanos. No queda gente de mar ni siquiera en l'Alguer, allá al fondo, aunque haya conservado su aspecto de poblado marinero. Y en el puerto de Palamós la última vez que conviví con los que allí amarran descubrí que eran casi todos tarraconenses, o al menos; de ese origen, y muchos llegados por la mar. Los que aquí hubo no parecían muy marinos, la verdad. En mis puertos se decía que aquí se hacían a la mar con alpargatas y paraguas. Pero también participaban de esa estética de nacimiento y de miniaturismo naval.

Una de las razones de la persistencia de la hermosura de este trecho de costa todo lo contrario que brava es la casualidad de la buena proporción. Todo está en armoniosa proporción, quizá incluso la gente y sus manías. Pero otra, quizá más activa, es el acierto cromático de su naturaleza. La vegetación parece haberse escogido a si misma para que los verdes correspondan exactamente a los rojos, los rosados y los ocres de los roquedales y los modestos pero declamados acantilados de los cabos. En algunas calas los esquistos enseñan colores realmente extravagantes en los perfiles marítimos de esta parte del mundo. Colores polinésicos o de una viveza excesiva, pero sin abuso de cantidad. Verdes y azules insólitos en la piedra por entre estratos cinabrosos o como las rosadas muelas de bruja de las islas Formigues. Y las algas parecen haber aceptado el reto de la mejor composición y matizan sus verdinegros y amoratados según las rarezas cromáticas de las piedras que parasitan. Así es que hasta los cangrejos por mimetismo se adaptan a esta extraña ley de la armonía. Las gentes que desde siempre pasan aquí los veranos han asumido hace mucho esa legalidad y participan de esa discreta magnificencia del color dentro de lo razonable, supongo que para no sentirse incómodos en el paisaje o para no provocar el disgusto de los genios litorales. Incluso los bronceados son discretos. Las muchachas que toman el sol desnudas sobre aquellas delgadas lajas, "las teticas agudicas como picos de esparver", han conseguido un tostado con fondo gris y reflejos azulados. Los mocetones, no. Los mocetones en cuelillas allí cerca tiran a cobre rojizo. Deben ser totalmente extraños o residentes del interior, de solárium de piscina. Acabarán aprendiendo por contacto y buena sociedad. Y por vocación de pasar el verano, quizá adaptándolo a los tonos de los cipreses y los campos de sus Toscanas y Provenzas particulares, de cuando en cuando asomadas a la mar. Es este un rincón marítimo muy hermoso, seguramente el más gratificante de la costa catalana. Este morro de cabos que se llamó en la cartografila antigua todo él Cap de Algua-Freda y luego Els Caps, los cabos, hasta que prosperó el ridículo mote de Costa Brava y se fue generalizando desde aquí a todas las riberas desde el norte del Tordera hasta la raya de Francia, nombrando parajes tan distintos, es realmente de una gran belleza y lo es sin exageraciones. Y de una amabilidad singular. También de la gente y de las formas de civilización que conserva. Da cierta pena dejarlo por la popa huyendo hacia las honduras de la mar. En el último momento su llamada es más fuerte que las ganas de navegar en este bajel de ex voto.

Los viajeros han dado una vuelta demorada antes de tomar rumbo hacia la mar de Ponent. Se han dado un baño junto a la pared de Les Formigues, donde en alguna otra ocasión esta misina barca se ha protegido de un temporal del norte y hace mucho inás tiempo habíamos encontrado galápagos. El pequeño fondeadero estaba muy concurrido por botes y lanchas. Y había hasta canots a remo que deben ser habituales porque todos se saludaban con mucho entusiasmo, algunos incluso a nosotros, claramente forasteros aunque tal vez conocidos perennes. Parecían todos invitados a la misma merienda para un rato más tarde. En un cierto momento, toda esta sociedad estaba en el agua escupiendo mar por los tubos de buceo y oteando un fondo demasiado profundo. Luego, sobre la mar apenas rizada, nos hemos ido acercando a la restinga del Cap Roig, como cuando íbamos a casa de Puig Palau, que recibía con alegría a escritores jóvenes, sobre todo si llegados por las aguas. Por fin hemos puesto resignadamente proa a la punta de El Castell para tomar rumbo por fuera del puerto de Palamós.

Iremos costeando hasta la altura de Blanes, no demasiado cerca de las pobladas orillas, sin merodear por un paisaje que ya exige reflexiones amanas. Más bien como al resguardo de los piratas antiguos. Luego, en las señas del río Tordera tomaremos rumbo cierto hacia el cabo Tortosa.

En estas costas, de Palamós a Blanes, el lento viajero no solía hacer puerto. Casi siempre ha saltado de Arenys a Blanes, a Palamós o a l'Estartit. Una vez pasó la noche amorrado en la playa de Tossa por avería y hace muchos años se acercaba a veces a tomar baño en las rocas blancas de lo que ahora son los horrores de Playa de Aro. Nunca hizo escala en Sant Feliu, que es noble y antiguo puerto y ciudad de visitar.

Parte de la costa es muy acantilada por este lado y con escasos refugios, y la baja y las playas han sufrido mutaciones gravísimas hace ya muchísimo tiempo. Las gracias del paisaje, a trechos firme y orgulloso, han derramado entornos hostiles y los saberes que guardaban estaban ya muy relajados. En fin que suele ser tramo de paseo por la mar más honda. Eran sitios de a propósito, no de paso. Además nos oscurece.

Desde la mar a media distancia, con la luz ya baja e ignorando sus formas de colonización del verano, resulta también éste un bonito país.

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