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'Rock'

Rosa Montero

Los ídolos son como el espejo de Blancanieves: un reflejo mágico y mentiroso en el que los fans juegan a verse. Agosto nos ha otorgado el gracioso advenimiento de dos ídolos, dos, de divisa americana y estirpe rockera. Son dos versiones del mundo contrapuestas.Springsteen es la alegoría de la integridad: de la nada al éxito sin perder sus bíceps de minero, sus manazas de conductor de camiones y su rudo perfil de obrero irredento. Tiene algo de roussoniano, de triunfo final del buen salvaje. Junto con un mensaje de honestidad y coherencia que no viene mal en estos tiempos.

Pero quien más me inquieta y me fascina es Michael Jackson y su penoso y torturado trayecto hacia la nada. Porque dicen que Jackson se ha sometido a innumerables escabechinas estéticas para convertirse en un blanco, pero a mí se me ocurre que su principal ambición consistía no ya en ser otro, sino en dejar de ser quien era. Es como la película Zeilig, de Woody Allen, cuyo protagonista mutaba camaleónicamente según lo que los demás pedían de él: entre judíos se convertía en un rabino, y entre varones rijosos se metamorfoseaba en rubia espléndida. Era el ejemplo de la adaptabilidad suprema, de la falta de identidad que impone esta sociedad competitiva.

Jackson, que fue niño prodigio y lleva desde la infancia sometido a las leyes del mercado, se ha convertido en Zeilig. Quiere agradar a todos, quiere vender sus discos a todos, y para ello ha tenido que deshacerse y diluirse. Porque la identidad establece fronteras y enemigos. Y así, no es ni blanco ni negro, ni joven ni viejo, ni hombre ni mujer. Es el cero absoluto, una ausencia revestida de purpurina, el triunfo por la vía cibernética. Michael Jackson no existe.

Ahí están Jackson y Springsteen, dos imágenes opuestas. Y los jóvenes que asistan a ambos conciertos quizá se pregunten qué vía es preferible, el yuppismo o la memoria, la indeterminación o la entereza. No es una opción baladí. A fin de cuentas, el rock parece seguir teniendo una trastienda ética.

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