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La filosofía de la delación

El 4 de julio, Día de la Independencia de Estados Unidos, se produjo una dramática confrontación personal entre tres directores dentro del contexto del Festival de Cine de Barcelona. Todos ellos habían sido víctimas de la histeria anticomunista que azotó Estados Unidos en los años 1947-1953. Cuarenta largos años atrás, Edward Dmytryk, cumpliendo una sentencia en la cárcel por su pasado comunista, dio los nombres de Jules Dassin y John Berry a un comité de investigación del Congreso. Quizá los organizadores del festival esperaban que a través de un nuevo encuentro después de cuatro décadas se diera una reconciliación o, al menos, una explicación racional.Pero las diferencias en los planteamientos morales eran tan grandes como siempre. Para Dassin y Berry, Dmytryk era simplemente un judas que traicionó a sus compañeros sabiendo perfectamente que no habían cometido ningún delito en absoluto y que su carrera profesional se arruinaría y sus familias se empobrecerían. Para Dmytryk, había sido necesario, según lo expresó, "quitarse el pegajoso peso de encima", para lo cual debía liberarse al ciento por ciento de la vergüenza, las semiverdades y las presiones sociales que había sufrido durante el período de su permanencia en el partido. Destacó también que como los investigadores ya tenían los nombres de Dassin y Berry, su actitud no les dañó en forma específica.

Yo tenía un interés personal muy fuerte en esta confrontación. Como estudiante universitario, pertenecía a varias organizaciones antifascistas y republicanas españolas, muchos de cuyos miembros eran también comunistas o camaradas de ruta. Los procesos de las purgas estalinistas que comenzaron en agosto de 1936 me impidieron unirme a ningún grupo comunista, pero, recordando una de las frases favoritas de los comités de caza de brujas, "no soy, ni nunca fui, un militante (anti)comunista".

Pero una o varias personas deben de haber dado mi nombre a los investigadores, y en 1947 fui entrevistado por agentes del FBI. Después de las primeras formalidades y de los datos personales comenzaron la pregunta siguiente con la frase: "Cuando usted era un comunista...". Levanté las cejas, repetí la frase con tono de interrogación y esperé. Ellos repitieron la introducción, yo me mantuve en silencio, y la entrevista terminó muy poco después. Como estudiante de historia y como fuerte activista en la lucha por las libertades civiles, yo tenía un conocimiento mayor de lo habitual de las leyes pertinentes. Sabía que si contestaba preguntas sobre mis relaciones políticas tendría que contestar preguntas sobre personas que conocía. Prefería correr el riesgo de que consideraran que mi silencio significaba que era o había sido comunista antes que contestarlo yo mismo y ser interrogado respecto a otros. En ese momento ignoraba qué me podía acarrear, pero como resultado de no negar las insinuaciones me llevó de cinco a ocho años más de lo normal lograr una tenure en un puesto de enseñanza universitaria.

Desde ese tan especial encuentro del 4 de julio me he estado preguntando qué significaba ser comunista y qué significaba ser informante anticomunista en la atmósfera de caza de brujas de los años 1947-1953. Ser comunista significaba creer y defender que el modelo soviético de sociedad era funcional y moralmente superior a la sociedad capitalista, y que Estados Unidos debía mantener la grande alliance de la II Guerra Mundial con la URSS, antes que tender a una guerra fría y a una total condena política y moral del Gobierno de Stalin. Viviendo como vivimos en una época de terrorismo político, creo que es crucial subrayar que el partido comunista norteamericano era totalmente no-violento en sus actividades. La línea tenía que ver con la organización sindical, con las huelgas, con cambios sociales de largo alcance, pero absolutamente nada que ver con bombas o asesinatos.

Ser informador en ese contexto era ofrecerles a los cazadores de brujas una mezcla de información, conjeturas e insinuaciones sobre los propios compañeros y amigos. Hubiera sido imposible ignorar el daño que uno les estaba haciendo a las personas nombradas. La única justificación moral posible hubiera sido insistir en que los planteamientos y las relaciones de esas personas constituían una amenaza real para la seguridad norteamericana. Y haciendo esto, el informador contribuía, en forma consciente o no, a la atmósfera de miedo totalmente irracional que no tenía relación con los hechos específicos.

Todo lo cual me plantea un interrogante más: ¿en qué circunstancias un ciudadano debiera colaborar con la policía o con otros sectores de investigación? La respuesta me parece clara, pero de ninguna manera fácil en épocas de tensiones sociales. Uno da información sobre posibles hechos criminales. Uno no coopera con investigaciones sobre creencias o relaciones personales o vinculaciones con partidos políticos o preferencias sociales y sexuales.

Traducción: Rosa Premat.

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