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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Armas piadosas

EMPRESAS ESPAÑOLAS han vendido desde 1983 a países en conflicto -o en todo caso incluidos en la lista de los sometidos a embargo por decisión del Gobierno- armas por un importe de unos 100.000 millones de pesetas. Irán, con ventas por un importe superior a los 60.000 millones de pesetas, encabeza la lista. Ello fue reiteradamente denunciado tanto por organizaciones pacifistas españolas como por medios de comunicación nacionales e internacionales, que informaron de la salida de puertos españoles, a lo largo de 1986, de doce buques con armas y municiones destinadas a Irán, aunque consignadas aparentemente a puertos de terceros países. Sin embargo, el Gobierno español ha negado siempre cualquier vulneración del embargo, alegando que todos los envíos se han hecho con garantías documentales indicadoras de que en ningún caso las armas serían reexportadas a países en guerra.Existen argumentos en favor de la exportación de armas por parte de empresas españolas. Quienes los defienden -aunque raramente en público- sostienen que si se quiere conseguir una cierta autonomía en la producción de armamento, disminuyendo la dependencia tecnológica, y en definitiva política, que deriva de la falta de una industria armamentística nacional, es inevitable exportar parte de la producción. Añadiendo que, por una parte, los únicos, o los principales, países compradores serán siempre los que vivan una situación de conflicto bélico o de amenaza de él. Y, por otra, que lo que no venda España lo venderán otros países. Se trata de argumentos aparentemente racionales. Es cierto que si un país quiere autonomía en la producción de tanques, y las necesidades de su ejército son de cinco unidades al año, deberá exportar la diferencia entre esa cifra y la que fije el umbral mínimo a partir del cual es técnica y económicamente viable la instalación de una fábrica de esas máquinas. Pero se trata también de una argumentación insuperablemente cínica. Se pretende una complicidad tácita: como no podemos decir abiertamente que vendemos, aceptamos la ficción de unos terceros países como destino oficial, y ustedes deben aceptarlo también. Se trata de la moral de los sobreentendidos, la misma que preside la actitud gubernamental ante hechos como los relacionados con el caso Amedo. Una moral que recuerda la del fraile que, metiendo sus manos en las bocamangas de su hábito, responde con un "por aquí no ha pasado" a la pregunta de si una determinada persona ha sido vista en el lugar. Es decir, lo que en tiempos escolares se conocía como una mentira piadosa.

Es posible que las empresas españolas del sector necesiten vender armas al extranjero, como lo hacen otros países de similar capacidad tecnológica. Pero entonces, debe reconocerse abiertamente así -como se hace más o menos en Francia, por ejemplo- buscando un acuerdo previo en el Parlamento.

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La política española se encuentra en un punto muy delicado en cuanto a las relaciones entre la moral pública y las servidumbres del poder. Seguramente hay razones históricas que explican psicológicamente ese furor de realismo que ha atacado a muchos de nuestros gobernantes, víctimas del choque repentino, en plena juventud, entre el ingenuo doctrinarismo en que se formaron y la opacidad de lo real descubierta una vez llegados al poder. Pero nada resultaría hoy tan dasastroso para la consolidación del régimen de libertades como la instalación sistemática en el cinismo político. Hoy los peligros para el sistema democrático vienen menos de amenazas involucionistas directas que de la saciedad de los ciudadanos ante la facilidad con que los administradores vulneran sus compromisos. La transparencia se ha convertido en la primera exigencia de la salubridad de la vida pública.

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