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Madrid en verano es...

Madrid no se queda sin gente. Muchos vecinos disfrutan o padecen el agosto de la capital. El autor se encuentra entre los primeros, entre aquellos que permanecen en la ciudad con un orgullo apenas disimulado. Porque irse de veraneoresulta a estas alturas un poco hortera. Prefiere la cerveza fresquita a la comida de media pensión o unas horas en la sala de espera de cualquier aeropuerto. Madrid es un balneario para reírse de la moda.

Una vez más, como tantas desde hace tantos años, decimos la jaculatoria del marqués de la Valdavia -un presidente de diputación que llegó a ser popular por su capa y por sus frases; y por estar en todas partes-: "Lo malo de Madrid en verano es que, por la noche, refresca". Reímos como siempre, tontamente, mientras nos caen las gordas y saladas gotas de sudor, y el cielo nos abruma con su carga, y el asiento de los automóviles se nos pega a la espalda.El madrileño es un ser de repetición, y se ríe siempre con lo que sabe: lo que no sabe le parece sospechoso (y lo es). Otras veces decimos lo que un político cuyo nombre elegimos al azar a cada cita: "Madrid, en verano y sin familia, es Baden-Baden". También muy gracioso. Ni es Baden-Baden, ni refresca, ni nada.

Pero hay una soberana adicción a la ciudad de verano. Lo último que hemos inventado es que veranear -la palabra apenas se usa ahora: turismo o vacaciones van mejor- es hortera. Una grosería, meterse en las caravanas, en familiota, jugándose la vida; sólo la gente vulgar viaja en automóvil. Una grosería entrar en las playas calurosas, contaminadas, comer la paella llena de polvc o el pescaíto frito con moscas. Las mujeres abruman: untándose siempre de grasas como luchadoras japonesas, aplastando el paisaje con sus muslos enormes y sus pechos erguidos.

La madrileña, en cambio, como su corpiñito bien pegado, ombliguillo al aire, bajita y repintada, con las piernas descendiendo desde la campana de sus breves faldas, recién duchada, fresca... ¡Baden-Baden!

Y nos reímos otra vez. Alguno se congestiona, la falta de aire: se le dan abanicazos. Se le coloca, contra toda indicación, una cerveza helada (mejor que en Baden-Baden, donde las sir-ven calientes): y se repite que no hay cerveza como la de Madrid capital.

La panda de los agosteños vaga de un sitio a otro, de una terraza a otra; hay un tráfico denso, pero ellos se repiten, como siempre: "... y, qué bien, las calles sin coches...". Cuando se llega a ser consciente de que hay, efectivamente, muchos automóviles, se maldice a los que se han quedado debiendo haberse ido. Son los otros, la socorridísima figura de los otros. A ver cuándo se van estos tíos...".

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Sin embargo, cuando en algún punto se ve una figura conocida -un buen amigo, una persona famosa, un popular...-, se grita: "¡Mírale, mírale! Si es que cada vez somos más los que nos quedamos! Los cabales, claro...".

'Tren botijo'

Los que tenemos la ciudad a nuestra disposición: nuestro es el humo de los churros, y el chirrido de los manubrios mal amplificados, nuestro es el galimatías grecorromano de los Veranos de la Villa, y los bullones que le salen al asfalto por el sol que lo hierve, nuestra es la sangría y la horchata (desde que cerraron la vieja horchatería de Infantas, sin embargo, no ha vuelto a ser la misma), y los cantos nocturnos; y nuestra es la inseguridad ciudadana. Unos potentados.

Esta leyenda del verano en Madrid es antigua. Los significados sociales se han hecho distintos. La gente bien pasaba un mes en la Sierra y un mes en el mar, probablemente en San Sebastián; la gente pobre se iba hacia Alicante en lo que se llamó el tren-botijo, porque colgaban los botijos en el exterior, por las ventanillas. Los que se quedaban lo hacían rabiando: les faltaba resignación. Con el tiempo y las leyes de vacaciones pagadas, se fue extendiendo a más; y vino la moda del Sur. Nos la enseñaron desde fuera: los extranjeros se iban al sol, mientras los soleados se iban al Norte, en una lógica compensación. Luego los soleados se fueron también al sol: el ideal era ennegrecerse. Probablemente algo que venía de la decadencia de Occidente, del alza africana, de un racismo al revés que comenzó a hacernos ver que lo negro es bello.

Durante algunos siglos se dijo que "del Norte nos vendrá la civilización"; ahora creemos que del profundo Sur nos viene la fuerza, los músculos, un cierto primitivisino con el que renovar el mundo caduco. Se viaja al Tercer Mundo, se adopta su desnudismo.

El último paso es el de quedarse, pero con entusiasmo, desdeñando a los que se fueron: a los que están en los aeropuertos esperando que termine una huelga aquí o allá, sentados sobre sus maletas; a los que sufren el overbooking, de los hoteles o la loncha de jamón cocido y el pálído rábano de la media pensión barata; a los que han de soportar hormigas y mosquitos en el bosque que puede arder. Un weltanschaung, una vaga idea del el mundo que sustentamos a manera de consolación. Con alguna que otra cita del repertorio de tópicos: como en la propia casa de uno, en ningún sitio, como le decía el moribundo al sacerdote que le prometía la gran morada.

Risas

Y todos nos reírnos otra vez de lo mismo de siempre. Salir de las modas es un grado; pero convertir las modas en calderilla barata, en mimetismos vulgares, en el fastidio opulento de la jet-set, murmurar de las ciudades que ya se han pasado, es otro grado. Con qué tonterías tiene uno que luchar contra la depresión del verano en la ciudad... Pero al que le gusta la depresión, el que se refocila en ella y la maneja con estrategia, no puede encontrar nada mejor para ese masoquismo positivo.

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