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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOFARSA Y TRAGEDIA DE LA CIUDAD DE MÚNICH / 4
Tribuna
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El turno de la sociedad civil

Félix de Azúa

La Corona, la Iglesia, el Ejército... Le viene el turno ahora a la sociedad civil, la bürgergesellschaft, los ciudadanos de la República, pero no quiero repetirme. La habitación civil histórica mantiene y restaura fincas cuyas formas góticas y renacentistas eran ya una resurrección cuando fueron edificadas en el siglo XIX. Pero hay algo curioso. Los modernos barrios de expansión, aquellos por donde la potente capital continúa creciendo, cuyo modelo es el área de desarrollo que se está construyendo al norte del Schwabing, repiten la ocultación. Ahora ya no osan reconstruir con cubiertas a dos aguas y postigos de madera horadados por un corazón, pero han recibido con júbilo una inestimable coartada: la así llamada arquitectura posmoderna. Todo el barrio es neo-algo. Los colosales dados de cristal y mármol de la Nixdorf y de la caja de ahorros (neo-Gropius, pos-Van der Rohe, re-Bauhus, da lo mismo) presiden ramilletes de coquetonas residencias... casi todas ellas vienesas. Hay aquí falsos Loos y falsos Otto Wagner y falsos Hoffman. Y desde luego falsos Bofill y falsos Krier, lo que ya da idea del vicio. Para mayor desconsuelo, la calle principal lleva por nombre Schinkelstrasse.Así y todo sería injusto no añadir una última gota de acíbar. El neo-moderno es muy mal aceptado. Así, el edificio de la cervezas Hertie, en Leopoldstrasse, caja de cerillas en vidrio y acero con la que Rolf Schütze trató de dar a la ciudad un toque de desnudo tecnologismo en 1964, está en negociaciones para ser derruida, en virtud de una moción civil respaldada por el Ayuntamiento; los ciudadanos se rebelan contra la escandalosa presencia de una veracidad técnica en el circuito seudogótico, seudoneoclásico y seudorrenacentista. Para las verdades tecnológicas ya está la Ciudad Olímpica, gueto de la desocultación. La locura también tiene sus leyes.

Lo que no puede ocultarse

Múnich recibió en 1935 el honor de ser proclamada capital del movimiento nacional-socialista. Hitler, como Wagner, era un pequeñoburgués con ambiciones artísticas. El Führer adoraba a Wagner tanto como adoraba a Múnich; ambos le proporcionaban lo que su hiperestesia necesitaba: voluptuosidad artística. Toda la política del III Reich posee un mareante hedor a artisticidad; lujurias estéticas que van desde la refinada belleza del águila diseñada por Speer, escenógrafo genial, hasta el exquisito surtido de uniformes confeccionados con el fin de realzar las curvas de los oficiales. Horrendo hedor estético en la obsesiva comparación de la pareja aria (musculosa, rubia, americana) y la pareja judía (raquítica, renegrida, latina). También en las atrocidades del holocausto hay una teratológica artisticidad; los condenados acudían a su exterminio acompañados por una música elegida cuidadosamente por su verdugo (véase al respecto el insuperado trabajo de E. Kogon El estado de las SS, primera edición, 1946). Refinamientos del arte-por-el-arte. ¿También este penúltimo capítulo de la no-historia, del no-pasado de Múnich habrá sido disimulado y enmascarado?

¿Qué es lo que queda del III Reich en ésta, la que fue su capital ideológica? Ningún rótulo, ningún cartel, ninguna información advierte que la Escuela de Música de la Arcisstrasse y su gemelo, el Instituto de Arte de la Meierstrasse, fueron en 1939 el centro nervioso del NSDAP, el corazón nazi. La sede, realizada por Paul Ludwig Troost, donde se firmaron los pactos de 1938, bendición europea a la expansión nazi, está formada por una pareja de palacios de pesada desnudez neoclásica, ideada para entrar en juego con la monumental Königsplatz, es decir, con el Propileo, la Gliptoteca y el Museo de Antigüedades. El conjunto, ciertamente, habría alcanzado una grandeza neonapoleónica, pero fue desmembrado por orden del Alto Estado Mayor aliado mediante una cortina de arbolado que interrumpe la perspectiva, sólo perceptible en fotografía aérea, y el dinamitado del templo del honor nazi.

Tampoco la Casa del Arte (Galería Estatal de Arte Moderno) contiene la menor información, rótulo o placa que recuerde su primitiva función como centro del arte regenerado, es decir, como palacio de exposiciones del arte nazi. El monstruo, también de Troost, inaugurado en 1937, ha sido amputado de su escalinata con el fin de dar paso a una vía subterránea de circulación rápida.

Estos tres palacios son todo lo que queda del más oculto de todos los pasados de Múnich. Tan sólo en algunas pilastras es posible observar que no se han reparado los impactos de metralla y que, en general, los palacios ofrecen un aspecto ligeramente más desaliñado de lo que es habitual en esta ciudad, aunque en términos españoles sean una patena. Pero las autoridades no han podido luchar contra la tentación de elegir, para disfraz de los monumentos nazis, el ropaje artístico: música, pintura, escultura... convencidos de que la artisticidad, que todo lo disimula, es, en este caso, la triada más adecuada contra el veneno histórico. Las autoridades saben, y están en lo cierto, que el arte es, hoy por hoy, la única religión de las masas.

De acuerdo. Nada salta a la vista ya del III Reich. Al fin y al cabo, ¿qué tiene de inusual la sucesiva ocupación de monumentos por parte de las sucesivas autoridades? Es cierto. Pero algo debiera de quedar en esta ciudad que transparentara sin disimulo la última tragedia de su no-historia. Es como si las autoridades españolas hubieran convertido la basílica del Valle de los Caídos en un museo de la guitarra española.

Pensé que hay algo extraordinariamente difícil de embellecer y disfrazar. Pensé que por lo menos allí, en el, campo de concentración de Dachau, conservado por los vencedores para guardar memoria del dolor y de la humillación, sería imposible no ver una construcción que mostrara de un modo verdadero cuál había sido su necesidad histórica, su función y su forma.

Viaje al campo

Me dirigí a la agencia estatal de turismo (ABR) y me indicaron con suma diligencia el modo de llegar hasta Dachau por tren, ya que se trata de una deliciosa ciudad residencial del extrarradio. Pero nadie supo decirme el horario de visitas al campo de concentración ni si había acceso desde la estación. Tomé el subterráneo en la Merienplatz. Los andenes estaban infestados de ratones de campo y la gente se reía viéndolos correr de un lado a otro. La herencia campesina es muy fuerte, y aquellos ratones ya no amenazaban el grano, ya no eran enemigos.

En el tren, y al descender una vez llegado a Dachau, me llevé la primera sorpresa. Había allí más de un millar de jóvenes universitarios americanos, muchos de ellos con un lejano parecido a Barbra Streissand. Nos apretujamos los unos contra los otros, más o menos como nuestros predecesores, en el autobús articulado y pagamos nuestros dos marcos. A mi lado, una muchacha en éxtasis le decía a su novio entornando los ojos: "How happy I feel, Luke, my love!". Estupendo. Allí estábamos los turistas camino de otro espectáculo artístico.

Los directivos del campo tienen verdaderos problemas para conseguir pequeñas dosis de sordidez que den alguna verosimilitud al conjunto. ¡Está todo tan reconstruido, tan cuidado, tan blanco...! Las flores, los tilos, las cervecerías... ¡son tan reacios a admitir un toque siniestro! A los jóvenes americanos se añadieron otros miles de jóvenes alemanes llegados en autobús. Daba gusto verlos desparramados por la explanada donde alguna vez hubo víctimas y verdugos, escuchando la radio, bebiendo cerveza, ligando. Uno de las barracones (reconstruido) ha sido habilitado como museo. La cola que se forma para entrar es descorazonadora. Cuando por fin alcanzo el interior compruebo que es imposible centrarse en los paneles, las informaciones, los uniformes, las insignias, las estadísticas, las fotografías de medicina experimental o el horno crematorio, porque los jóvenes americanos y los jóvenes alemanes se lo están pasado de miedo y van como locos por el recinto. Ellas, altivas y con gesto de dolorosa compasión; ellos, reflexivos y vigilando a sus novias por el rabillo del ojo. Ante la sala de proyección se forma un tumulto: "¡Queremos cine, queremos cine!", cantan alegres, simpáticos, guapos. Una pareja de ancianos, seguramente húngaros, me miea con espanto; somos los únicos adultos del lugar. Le pregunto al empleado de las postales y souvenirs si siempre es lo mismo. "¡Siempre!", afirma tajante. Y luego, con sorna bávara, añade: "Estamos pensando en ampliar...".

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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