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La polémica estalló en Bayreuth tras la última de las representaciones de 'El anillo del Nibelungo'

El ocaso de los dioses, el último de los títulos que componen la tetralogía El anillo del Nibelungo de Wagner, que este año se estrenaba en Bayreuth en la versión de Harry Kupfer y Daniel Baremboim, fue recibido por el público con sonoras muestras de desaprobación, a las que los directores musical y escénico hicieron frente, saliendo a saludar una y otra vez. Por el contrario, el reparto de cantantes fue muy aplaudido. Kupfer había manifestado que se esperaba la bronca.

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La angustia de la falta de voces

Con El ocaso de los dioses finalmente estalló la polémica en el Festpielehaus de Bayreuth. El director de escena Harry Kupfer, en una entrevista concedida a este diario tras las dos primeras representaciones de la tetralogía -El oro del Rin y La valquiria-, confesaba que la esperaba y hasta incluso que la deseaba. Según él, lo último que podía ocurrirle a un montaje como el suyo, provocador, atípico, nuevo por muchos conceptos, era la aceptación llana, sin división de opiniones en el público. Y así fue el último día: buena parte de ese mismo público que aplaudió convencido el primero de los montajes canjeó su entusiasmo inicial por estentóreos abucheos. Kupfer no se escondió: salió valientemente en solitario a recibir el descontento de los espectadores una y otra vez, convencido de sus razones y también de que otros no las compartieran.Al margen de los gustos de cada uno, el Festival de Bayreuth, único en el mundo por el hecho de que fue el propio Wagner quien lo fundó y marcó sus primeras directrices, tiene una misión histórica que a partir de 1951, año en que se reanudaron las representaciones después de la contaminación nazi, no permite vueltas atrás. Wieland Wagner, nieto del compositor y artífice de lo que fue dado en llamar el depoussierage (sacar el polvo) de contenidos peligrosamente añadidos a las óperas de su abuelo, trazó un camino que, aun contemplando sinuosidades, conducía indefectiblemente hacia adelante. Mereció, claro está, todo tipo de críticas, hoy en un imperdonable olvido.

Desviaciones

A lo largo del tiempo, ha habido desviaciones: la última, muy comentada, fue la de El anillo de los dos sires Peter Hall y Georg Solti, presentada en 1983 -centenario de la muerte de Wagner- y de la que ambos creadores desertaron en años posteriores. Wolfgang Wagner, segundo nieto del compositor y actual factotum de los destinos bayreuthianos, entendió el mensaje y este año ha vuelto a cabalgar por la vía de la modernidad. Estaba obligado a ello, y hay que reconocerle la honestidad de no haberse escabullido de su personal compromiso histórico.Si la inicial idea de Kupfer fue situar la acción en el siglo XIX, cosa que ya había hecho en Bayreuth Patrice Chérau suscitando todo tipo de protestas, posteriormente optó por inscribir esa amplia reflexión sobre el poder que es El anillo en la era posindustrial. El héoroe Sigfried aparece así, en el primer acto del drama homónimo, en una especie de máquina de vapor destrozada, vestigio de una antigua y misteriosa civilización; el segundo acto queda ubicado en lo que podría identificarse como un trasatlántico hundido, en el que un monstruo de mil tentáculos -Alien- guarda celosamente el oro del Rin.

En El ocaso de los dioses los decorados nos remiten extrañamente al puente de Brooklyn, con diapositivas de los rascacielos neyorquinos en la noche proyectadas a ambos lados del escenario; en el centro se desarrolla el drama de ese Siegfried fiel a los pactos e igualmente fiel a la hora de romperlos, como se encarga de revelar Brunhilda, la antigua valquiria condenada a ser mujer por voluntad controvertida del padre Wotan, dios de dioses.

Problema fundamental que plantea la puesta en escena de la tetralogía es cómo acabarla. El objeto mismo en torno al cual gira todo el drama, el anillo, maldecido por el nibelungo Alberich y cuya posesión asegura el poder sobre el mundo, tiene forma circular, sin principio y sin fin, eterno recomenzar en el que siempre cabe un segundo nibelungo que recomience el ciclo una vez que el oro ha vuelto a su estado subacuático primordial y los dioses se han hundido junto a su espuria sede. Kupfer resuelve de manera sorprendente: cuando en la música el fuego del dios Loge devora ambiciones y deseos, en la escena el director sitúa a unos grupos inanimados de personas, extasiadas ante varios aparatos de televisión. Único elemento móvil es un niño que, iluminando su camino con una linterna, recoge a una niña.

¿Qué estaba diciendo Kupfer a ese público que pocos minutos después abuchearía su propuesta? Caben muchas interpretaciones, y eso probablemente sea lo bueno. En cualquier caso, la identificación de unos dioses que se hunden con una sociedad que acríticamente consume mensajes impuestos alcanza una innegable sugestión. Y quizá el abucheo fuera la más bella respuesta para Kupfer: síntoma de un público que no se somete, que reflexiona aún y reacciona en consecuencia.

Desde un punto de vista teórico, el argumento mantienen visos de plausibilidad. Pero lo contradice un documento: el que un autodenominado Círculo de Acción para la Obra de Richard Wagner distribuía a la entrada del Festpielehaus. En él se leía, entre otras cosas, lo siguiente: "Somos de la opinión que todas las grandes obras de arte, y no únicamente las escritas por Wagner, han de ser representadas y reproducidas en la totalidad de su original expresión". Acompañaba el panfleto un cometario aparecido en el diario Die Welt, cuyo título se interrogaba acerca de la presencia de un ferrocarril en una ópera wagneriana y sobre la convenciencia de que Wotan apareciera en escena con gafas de sol. Acaso Kupfer sueña con un público más profundo del que acude a la primera tanda de representaciones en la verde colina.

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