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Matar alimañas

En la cuestión de la lucha que se libra para acabar con el terrorismo, ese supremo enemigo de la sociedad, existe en España una perversión moral de fondo que es preciso denunciar. Cuando se discuten los temas de cómo enfrentarse a los terroristas, de cómo lo hacen los demás, de la eficacia o legalidad de organizaciones como el GAL, parece que ciertos sectores de la ciudadanía perciben la posible actividad delictiva del Estado como legítima.Los términos en que se propone el problema son muy sencillos. Este asunto del Estado de Derecho y de las reglas de su funcionamiento, se dice, está muy bien para el día a día normal de la sociedad; pero es que el terrorismo no es un fenómeno normal y no pueden aplicársele soluciones normales. El Estado, más allá de las reglas que rigen su actividad civilizada y democrática cotidiana, debe poder ser capaz de defenderse contundente y expeditivamente de las alimañas. Las alimañas que matan a mujeres y niños, que mutilan sin piedad y sin lógica, deben ser aplastadas. Por ser terroristas, no hay normas que valgan, porque ellos mismos, al no aplicarlas, se colocan fuera de la sociedad.

Por supuesto que resulta exagerado, se añade, que un gobierno pueda llegar a organizar unos grupos que se dediquen a contratar a asesinos para que maten a los terroristas. Pero en este punto, los opinantes se sumen en una nebulosa indefinida, porque, entendiendo que es exagerada la organización de tales grupos, piensan que son el único método válido de lucha. Mejor no preguntar, ni mirar, ni discurrir. Lo hace el Estado, presta así un señalado servicio al cuerpo social y lo mejor es no hablar de ello. Claro que, si el Estado es sorprendido en esta actividad delictiva, no se le puede permitir salirse con la suya y es preciso castigarle. En tal supuesto, se entiende que tiene que existir un chivo expiatorio, un amedo, por llamarle de alguna manera, para que la cosa no vaya a mayores y no acabe salpicando al gobernante. Hay que hablar de un delito y escandalizarse porque haya ocurrido, pero, en realidad, lo que es malísimo no es el crimen. Lo que es del género idiota es que les pillen. En esta actividad del Estado, no se castiga el asesinato sino la patosería.

La hipocresía de estos argumentos produce náuseas. Con ellos, se olvida convenientemente, como lo hizo Nixon, que las reglas, han sido autoimpuestas por el Estado precisamente para hacer frente a los casos extraordinarios. Esto de que la ley está muy bien hasta que alguien la infringe, en cuyo caso deja de aplicarse, es en verdad un curioso principio jurídico.

Claro que, se asegura, los verdaderos culpables son los medios de comunicación, porque los que escribimos podemos permitimos el lujo de pontificar sin necesidad de manchamos las manos de sangre. Esta tarea queda para los esforzados gobernantes que tienen la sacrificada misión de defender a la sociedad de las citadas alimañas. Los gobernantes saben lo que hacen y, si no nos gusta, nos queda el recurso de no votarles en la siguiente elección. Aquí, de lo que se trata es de aplicar remedios prácticos y expeditivos que permitan obviar los inconvenientes de una legislación muy progresiva y muy civilizada, pero utópica. Que en España tengamos abolida la pena de muerte está muy bien, pero no resuelve el acoso de las alimañas; alguien tiene que tener la facultad de saltarse esta incómoda ley que no, impide tomarnos la justicia por nuestra mano.

Ser, decidir y bautizar

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Magnífico. Nadie parece recordar, sin embargo, que el verdadero objetivo del Estado de Derecho es impedir su propia actuación delictiva. El argumento es tremendamente sencillo: el Estado puede empezar por eliminar expeditivamente a quienes son delincuentes y, un buen día, puede ponerse a eliminar a quienes decide él que son delincuentes para luego ocuparse de los que le molestan, bautizándolos como delincuentes.

El cúmulo de falacias que se maneja hoy en día en España a hablar de una posible involueración del gobierno en los métodos ilegales de lucha antiterrorista, arranca de dos principios falsos. Por un lado, se sobreentiende que, si se deja a los terroristas campar por sus respetos, pondrán en peligro al Estado y al modo de convivencia que éste tiene la sagrada misión de tutelar. Es mentira, claro. Quinientos terroristas no pueden desestabilizar a una sociedad democrática. Este argumento se invoca sobre todo para condonar la ineficacia del sistema de seguridad. El terrorismo del IRA, tan duro como el de ETA y más insoluble, ni siquiera ha podido estremecer los ribetes exteriores del sistema democrático británico.

El segundo principio falso es que no existe otro método eficaz de luchar contra los terroristas. Sí existe: arrestándoles y metiéndoles en la cárcel. Es mucho más pesado, pero, con ello, el Estado evita ponerse a su altura (¿por qué es más condenable el terrorismo de Estado cuando lo pone en práctica Libia que cuando lo ejercen España, Francia o Alemania Federal?). Y, después como ocurrió en Italia con las Brigadas Rojas, puede pagarse dinero por las delaciones o facilitar reinserciones y se acaba encauzando el problema. Y en España nadie nos ha reventado una estación de Bolonia ni nos ha asesinado a un Aldo Moro en esta democracia que se dice tan amenazada.

La misión del Estado no es la venganza, sino la protección civilizada. Si se ha abolido la pena de muerte para los asesinos, tiene que haberse abolido para los terroristas, porque no se ve claramente lo que distingue a unos de otros.

En España, en este asunto de la lucha ilegal contra el terrorismo, unos se escandalizan y otros aprueban, pero lo grave es que la mayoría de los ciudadanos está convencida de que el gobierno, a través del GAL, se ha dedicado a asesinar a etarras. Lamentablemente, el presidente del gobierno no acaba de poner en claro la cuestión. Es urgente que explique sin ambages si, cuando se refiere vagamente al ejemplo de nuestros vecinos democráticos, lo hace para congratularse de la lucha sucia que practicaron contra la OAS o contra la banda Baader-Mein-hoff, sugiriendo que fue la única forma que tuvieron Francia y Alemania Federal de salvar su democracia, o si lo hace para tomar ejemplo de la eficaz colaboración internacional.

También es urgente que explique lo que entiende por Estado de Deshecho, no vaya a ser que la ciudadanía interprete que siente poco respeto por el marco jurídico español (marco que se basa de todos modos en un cuerpo legal mucho más rígido y excepcional que el de nuestros vecinos) y que opina que los españoles, al atacar los métodos presuntos de un sector de las fuerzas de seguridad del Estado, en realidad estamos socavando los cimientos de nuestra libertad futura. Nada sería más falso.

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