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Obispos a la intemperie

Es bueno para una sociedad fundada en el derecho que los jueces puedan ser juzgados; los policías, detenidos, y los funcionarios de prisiones, encarcelados, si llega el caso. Pero no sería síntoma de buena salud para esta sociedad que la opinión pública tachara a todos los jueces de cohecho; a los policías, de extorsión, y a los funcionarios de prisiones, de negligencia culpable. Afortunadamente, no es ése el caso. Todos reconocemos que dichos estamentos se componen en general por personas que honradamente prestan un servicio al bien común, con competencia y con gran dedicación, aun en medio de no pocas dificultades, aunque puedan darse casos aislados de corrupción, de extorsión o de negligencia.Tanto estos colectivos como otros de la sociedad pueden pasar, incluso, etapas de más o menos prestigio o popularidad, pero puede decirse que de ordinario la opinión pública les trata mejor, peor o regular, en función de ciertos acontecimientos determinados. Hay, sin embargo, un estamento del que siempre suele hablarse de manera negativa en determinados medios de comunicación social: el clero español en general y la jerarquía en particular, a los que se presenta como intransigentes e intratables; maquiavélicos y trepadores; retrógrados, cerriles e integristas; lejanos del pueblo, autoritarios, incapaces de comprender al hombre de hoy, su cultura y sus problemas; amigos del poder y de la buena vida, etcétera.

En un colectivo de varios miles de personas se comprende que pueda haber de todo, desde lo más sublime y heroico hasta lo más deforme y miserable. Pero por mi conocimiento del clero de dos diócesis -Albacete y Madrid-, y mi frecuente trato con sacerdotes de otras muchas de España, con ocasión de conferencias, retiros y ejercicios espirituales, puedo decir sinceramente que mi opinión sobre la inmensa mayoría es sumamente positiva; que se trata de hombres con grandes valores morales, preparados, entregados a su labor pastoral con altruismo; que han olvidado el estilo autoritario o paternalista de otros tiempos; que viven cerca del pueblo, buscando promover un modelo cristiano de vivir, entre cuyos valores figura también la colaboración con los no creyentes para construir una sociedad más justa, más fraternal y solidaria.

Ciñéndome concretamente a los obispos, por ser un colectivo más reducido y al que proporcionalmente conozco mejor, voy a confesarme aquí como lo haría en el sacramento de la penitencia, aunque pueda ser tachado de hipócrita o de ingenuo, de politiquero o de naif, por unos o por otros.

Primera confesión es que si todas esas críticas se refiriesen sólo a mí, no movería ni una tecla de la máquina de escribir para justificarme. No por desprecio ni cinismo, sino por honestidad, porque yo sí que soy no propiamente un obispo malo, que a tanto acaso no llegue, pero sí un mal obispo, sin cualidades suficientes, sin generosidad, sin fortaleza, sin sabiduría para un trabajo tan complejo y hasta tan complicado. Un obispo, en resumen, atípico, utópico y hasta puede que ectópico.

En cambio, cuando conoces personalmente a hombres con tan larga hoja de servicios a la Iglesia y a la misma sociedad, con tanta preparación científica y tanta experiencia práctica, tan consagrados en cuerpo y alma a su pueblo y a sus pueblos, y se leen u oyen tantas veces juicios simplistas, superficiales y hasta agresivos sobre todos ellos en general, se siente inevitablemente la dolorosa impresión de que se comete una tremenda injusticia, que perjudica no solamente a los obispos y a la Iglesia católica española, sino hasta a la misma sociedad, que debe cimentarse en la verdad y el respeto hacia todos.

No se trata de negar la legitimidad y conveniencia de ejercer el derecho de opinión en una sociedad libre, plural y democrática, pero sí de pedir que cuando se opine públicamente se haga de acuerdo con las reglas básicas de la convivencia, entre las cuales parece que debe estar el deber de informarse previamente, razonar la propia opinión y no generalizar o extrapolar a todos y siempre lo que puede afectar acaso a algunos solamente y sólo algunas veces. Por ciertos síntomas, he tenido más de una vez la impresión de que algunos comentarios negativos se hacían simplemente sobre la base de titulares o resúmenes de Prensa, sin conocer a fondo la cuestión. Cuando se conoce de cerca la complejidad de ciertos problemas y lo dificil de darles una solución, es sorprendente como mínimo, por no decir indignante, cómo algunos, que han oído campanas y no saben por dónde, dan tan fácilmente sus mágicas recetas.

Se comprende que en nuestro tiempo disponemos de un caudal de información tan grande que no es posible seguirla y digerirla toda. Hay asuntos en la Prensa de los que no tengo más que una idea general y superficial, aunque si les dedicara el tiempo suficiente podría hacerme de ellos un juicio más cabal. Pero como de esos temas no sé apenas nada, no se me ocurre dar un juicio y, menos aún, un juicio negativo. En todo caso, no es lo mismo hablar en una tertulia de familia o en un café que hablar ante un micrófono o escribir en la Prensa.

Los obispos pueden tener defectos, limitaciones y pecados, sean éstos de comisión -no de comisiones e influencias, afortunadamente- o de omisión -con más frecuencia-, de no hacer todo el bien posible o de no hacer bastante bien el bien. Pueden acertar o no, y equivocarse más o menos, y en su actuación pública, individual y comunitaria están sometidos al juicio de la opinión pública de los demás. No se piden privilegios para los obispos ni trato de excepción, como tuvieron otros tiempos y a los que públicamente renunciaron a la vuelta del concilio, sino simplemente verdad y justicia; un trato en principio igual al que se tenga -o se deba tener, por el bien de la convivencia pacífica- con otros estamentos y colectivos.

Tampoco quiero hacer pensar que todos los obispos son iguales, piensan todos igual y están uniformados. Puede haber, debe haber y de hecho hay entre nosotros diferencias teóricas de principio, según la teología o la eclesiología subyacente o explícita en cada uno, y diferencias de opinión sobre la práctica, en lo que afecta a los medios, los modos y caminos de la acción pastoral. Pero en la Conferencia Episcopal se tiene, al mismo tiempo, muy claro y muy firme todo lo que nos une y unifica, que es, con mucho, lo más importante y lo que motiva nuestro pensar y nuestro vivir, como cristianos y como pastores de la Iglesia.

Pondré algún ejemplo concreto, aunque sea desvelando secretos personales. Yo no voté a Suquía como presidente, ni a García Gasco como secretario de la Conferencia, por diversas razones que ahora no hacen al caso, pero en modo alguno debidas a enemistades personales o a partidismos. Y, sin embargo, eso no disminuye ni empaña lo más mínimo mi colaboración sincera y decidida con ellos en la búsqueda del bien común. Una vez elegidos, son nuestro presidente y nuestro secretario, además de nuestros hermanos y amigos. Les hemos elegido la Conferencia Episcopal entera. Aunque decimos que la Iglesia no es propiamente una democracia en el sentido estricto, dígame el lector si esto no es espíritu democrático.

Y añadiré, además, que Suquía, con el que me une una antigua amistad desde antes de yo ser obispo, y del que como obispo auxiliar suyo no he recibido más que constantes atenciones y pruebas de afecto, me desaconsejó vivamente que presentara la renuncia a mi puesto las dos veces que puse el cargo a su disposición; la primera, al principio de su nombramiento para Madrid, y la otra no hace mucho tiempo.

Lamentaría que este artículo, escrito a tumba abierta, a corazón abierto, pudiera disgustar tanto a mis amigos los obispos como a los que les critican, muchos de ellos también amigos míos. No quisiera haber ofendido a nadie, sino aportar simplemente mi punto de vista como una colaboración para un diálogo tan necesario siempre en nuestra sociedad entre todos los que tengamos alguna responsabilidad pública y comunitaria.

Decía Aristóteles que "amicus Plato, sed magis amica veritas" ("amigo de Platón, pero más amigo de la verdad"); una verdad que no pretende ser la única, sino sólo una modesta aportación a la verdad completa que podríamos construir entre todos los españoles de buena voluntad.

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