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Tribuna
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El evangelio electrónico

Entre los asuntos más pintorescos, o que, por lo menos, resultan curiosos desde el punto de vista de la cultura media de un forastero, que uno se encuentra en Estados Unidos, ocupan un bello y amplio lugar los teleevangelistas o predicadores electrónicos. Uno enciende el televisor y puede encontrarse con las más interesantes predicaciones del Evangelio de Jesucristo a cargo de pastores o reverendos muy bien dotados para el escenario y que lo emplean a modo, ya declamando, agarrados a sus micrófonos, ya tocando el armónium o el sintetizador y cantando preciosas canciones espirituales que anuncian el establecimiento de la nueva Jerusalén; ya haciendo diabluras -oh, no: divinidades- llenas de humor, bondad y cierta cauterizante ironía, cuando no es que se plantan con un fuerte repertorio de amenazas infernales para los pecadores, que somos nosotros, a la par que nos ofrecen remedios a nuestra caída en los abismos de la infamia y a nuestro consiguiente desamparo ontológico; ayudas que tienen la forma de libritos, casetes, camisetas ilustradas con motivos religiosos y la natural aportación en dólares para el mantenimiento de su glorioso ministerio sacerdotal.De todas maneras, y aun conociendo el paño, no deja de sorprender que sucedan hechos como el que el otro día pudieron ver los telespectadores del Canal 9, que creo que es del condado de Orange, pero que puede verse aquí, en San Diego. Será un hecho corriente para otras personas, pero a mí me parecía imposible aquello que estaba viendo. En un amplio y bien acondicionado e iluminado salón, uno de estos pastores evangélicos, acompañado de sus acólitos, celebraba su elocuente predicación durante la cual el buen pastor circulaba entre sus ovejas hablándoles de Cristo Jesús. Hasta ahí la cosa no tenía nada de particular, pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que el predicador soplaba ligeramente a un fiel y que éste se desplomaba en el suelo. Repitió entonces la operación con una señora, y ésta también se desplomó con gesto beatífico y ayudada en su caída por los citados acólitos que la depositaron dulcemente en el parquet. Lo siguiente fue una apoteosis de soplidos y caídas, y a veces ayudaban al pastor sus acompañantes, con sus propios soplidos sobre éste o aquél y ésta o aquélla entre los fieles, con idénticos resultados en casi todos los casos. En ocasiones, en lugar del soplido, era sólo un toquecito en el hombro o en el pecho, con los mismos resultados, hasta el punto de que un rato después el suelo estaba sembrado de personas.

Mirándolo bien, esto no es nada para lo que vi el año pasado, a cargo en aquella ocasión de uno de los más famosos entre estos reverendos, Richard Roberts, hijo, según creo, de otro mucho más famoso, Oral Roberts, el cual, también por aquellas fechas, se puso en huelga de hambre hasta la muerte porque necesitaba un montón muy grande de pasta, y había prometido a Dios morirse si no la conseguía, con la seguridad de que la providencia del Señor no podría permitir tamaña desgracia. Efectivamente llovió el maná necesario y pude ver por televisión cómo un señor, que no sé si era de Florida, le diñaba un cheque de 300.000 dólares, que era una verdadera bendición. Hablaba yo ahora del hijo, a quien vi curar ciegos y tullidos negros, uno tras otro, en menos que canta un gallo, allá en Kinshasa, que si no me equivoco está en Zaire. Tengo entendido que a este mismo ministerio pertenece Pat Robertson, que era uno de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, y también Jerry Falwell, que está a la derecha de Reagan, al cual asesora en cuestiones de interés político y espiritual.

Sin embargo, creo que la mejor historia de las que hasta ahora podrían contarse a propósito de estos predicadores electrónicos es la que durante las últimas semanas está protagonizando uno de ellos, Jimmy Swaggart. Me imagino que en el nivel informativo ya serán conocidos por los lectores de este periódico algunos datos y hasta pormenores de esta historia, pero ello no excluye -más bien creo que al contrario- la oportunidad de comentarlo aunque no sea más que ligeramente. Este asunto de ahora empezó hace aproximadamente un año, cuando el reverendo Jimmy Swaggart, acusó públicamente a otro predicador de su misma cuerda como autor de actos deshonestos. Tengo aquí un recorte del diario en español que sale en Los Ángeles y que se titula La Opinión. Lo guardé porque me hizo gracia, sin sospechar que el curso de los acontecimientos iba a dar a aquella condena de Swaggart tanto relieve apenas pasado un año. "Hoy existe", había dicho Swaggart, "más inmoralidad de la que jamás haya existido en la historia de los movimientos pentecostales y carismáticos". Denunció en aquel acto, en un campo de deportes, ante lo que el periódico definió como "una multitud de 14.000 personas", la corrupción de los líderes pentecostales, y pidió al hermano Jimmy Bakker que se arrepintiera de sus transgresiones sexuales (pues había tenido alguna relación de ese tipo con una secretaria). Avergonzado de su conducta, tengo entendido que el buen Jimmy Bakker decidió retirarse de la predicación cristiana y dedicarse a la administración de un gran negocio que tiene en Carolina del Norte, y que es conocido por las iniciales PTI, (Praise the Lord): una especie de Disneylandia que procura opulentos beneficios a quienes allí se divierten castamente y, como es natural, a sus propietarios. Pero Marvin Gorman, otro de los hermanos afectados por el anatema de Swaggart, según nos ha contado ahora el hermano Marco Rodríguez, pastor de los evangelistas hispanos que interviene en la organización llamada Hermanos Comunicando a Cristo a la Nación (HCCN), se dedicó a emplear 200.000 dólares en el pago de cuatro detectives que, desde entonces, se dedicaron a seguirle los pasos al buen Swaggart, hasta sorprenderlo en actitud no muy reverente con una prostituta. "Siniestro y diabólico" ha llamado el hermano Marco a Gorman, y nos ha recordado que algo parecido a lo que ahora se dice de Swaggart, se decía de Jesús cuando lo veían hablar con la samaritana.

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El espectáculo alcanzó su clímax en la confesión pública que Swaggart hizo de su pecado, en presencia de su esposa Frances, a quien, también públicamente, pidió perdón. Entre lágrimas catárticas y clamores, y mientras en los labios de su hijo se adivinaba que estaba diciendo "I love you, I love you" a su padre pecador, se efectuó el acta de arrepentimiento de este hombre que hasta hace poco era tronante en sus condenaciones a los demás y que ahora lo es por su terrible falta. Art Buchwald, en uno de sus artículos, acaba de contarnos cómo empezó a sentir él los efectos de que Swaggart, por medios electrónicos que conducían la voz del predicador hasta lo recóndito de su cocina, le descubriera su condición (la de Buchwald) de pecador, y que, al darse cuenta de que una plaga de langostas podría invadir su lavadora, pues tal era la amenaza que Swaggart, advertía para los avaros, decidió enviarle con alguna regularidad cheques que empezaron por 50 dólares, pero luego, a medida que la cosa se hacía más apocalíptica, llegaron no sé si a los 250, que ya es una cantidad respetable.

Pobre Jimmy Swaggart. A finales de los años cincuenta viajaba con un viejo Chevrolet y ganaba, por medio de sus predicaciones, unos 40 dólares a la semana. Con sus muchos trabajos y devociones, entre lágrimas, amenazas, canciones y promesas, consiguió construir este pequeño imperio cuya sede central está en Batton Rouge, Louisiana. Emplea en su sagrado ministerio a 1.200 empleados, de los cuales ahora -con esta lamentable crisis- ha tenido que despedir a más de 100, y hasta es posible, dada su probada honestidad que este episodio no mengua en nada (que es seguro que Dios lo ha perdonado sobradamente ante la sinceridad de su arrepentimiento), que alguno de esos despidos haya afectado a sus próximos parientes, entre los cuales nada menos que 22 figuraban hasta ahora en esta nómina de militantes cristianos. Este negocio de Dios iba muy bien, y si no que lo digan las cifras del año pasado, que arrojan la de 150 millones de dólares como ingresos. Es de esperar que este triste episodio no afecte gravemente a su merecido tren de vida, y que pueda seguir circulando por las carreteras de este bajo mundo en su famoso auto de la Lincoln Town Cars, y por los cielos en su Gulf Strem Jet privado, cuyo pariente más próximo es el que posee la familia Rockefeller.

Nos extendimos en lo anecdótico y también en el uso de una fácil ironía para este comentario que, en realidad, versa sobre un hecho muy importante que nos quedaría oculto si habláramos de estos evangelistas electrónicos como un fenómeno meramente pintoresco. La verdad del asunto está más cerca de solicitar nuestra atención muy lejos de esos fáciles territorios de la risa. Uno ve esas asambleas de gentes prendidas de las palabras de estos predicadores y no puede sino sentir el hálito de la soledad que se respira en el ambiente, bajo la capa de un bienestar también desmentido en otros aspectos y circunstancias de esta vida que se desenvuelve según los códigos del capitalismo avanzado y sapientísimo. La multitud y variedad de las iglesias que funcionan en este país -empleen para su evangelio los medios electrónicos o no- dice algo sobre el desencanto y la soledad de las gentes y apunta al corazón de un problema importante: la necesidad humana de utopía.

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