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Llanto por los animales de España

Lo trivial está en los ojos de quien sólo percibe cosas triviales. Las festivas atrocidades del toro de Coria o de la Vega, entre tantas otras, renovarán quizá una polémica cuya constancia escrita es ya un signo de malestar en el brutal comportamiento atávico. Para el observador, la percepción es bien simple: con saña veraniega, los animales serán torturados en los pueblos de España para zafia diversión de los hombres, y una pléyade de improvisados antropólogos y tertulistas televisivos aplaudirán la barbarie al socorrido amparo de la cultura ancestral. Si a ello se añaden las vivisecciones habituales, los experimentos gratuitos e impunes, la inobservancia, cuando no inexistencia, de leyes meditadas y la erosión asesina en el tejido de la fauna, se concluirá que la opinión pública española es marcadamente hostil a detenerse con rigor ante un problema en el que confluyen soterrados presupuestos de la conciencia y autoconciencia de los hombres.De inmediato se me objetará que la miseria en medio del derroche provocador, el desempleo, la violencia asesina y la mendacidad política son preocupaciones más urgentes. Poner en duda lo obvio de tal clasificación le parecerá aberrante a quien disfruta con el suplicio público de un toro y los apuros de su matarife, o a quien -solidariamente- contempla nuestra atribulada época con todo el dolor que los hombres se ocasionan y que la naturaleza espontáneamente les prodiga. Existe, sin embargo, una diferencia crucial en la génesis de estos males y en su percepción por los humanos. Por un lado, en el presente estadio de biosfera humanizada no hay en general intereses irreconciliables entre los hombres y los demás seres vivos, con lo que el conflicto entre ambos órdenes de preocupaciones no tiene razón de ser. Merece la pena recalcar este punto, puesto que la más frecuente coartada de quienes relegan el discurso sobre los derechos de los animales al limbo de los absurdos consiste en señalar que, para la mayoría de las personas, los propios derechos humanos son sólo un proyecto. ¿No se pararán a pensar que unos y otros derechos han ido frecuentemente juntos? Por otro lado, el presunto abismo entre el hombre y los demás animales está ideológicamente cristalizado en nuestra cultura, y así la arbitrariedad y la crueldad del primero hacia los segundos siempre puede ser objeto de excusa o legitimación. Los animales, como recordaba Pío IX cuando los proteccionistas italianos le rogaron apoyo para su incipiente asociación, carecen de alma; o bien, como reitera un vergonzante discurso racionalista muy difundido desde las escuelas, los animales carecen de razón. De esta manera, conceptos como alma y razón pretenden descalificar cualquier enfoque alternativo en las representaciones al uso. Todo lo más, se perdonará que un residuo de sentimentalidad inarticulada haga que algunos hombres amen a los animales más de lo debido, aunque, como todos creen saber, "un animal es sólo un animal".

Y es aquí donde empiezan las dificultades. Subyaciendo a cuestiones como la tauromaquia o el exterminio de ballenas, urogallos o focas, surge el gran interrogante que genera todos los demás: ¿cuál es el estado del animal en la sociedad humana y en qué se fundamenta de verdad su absoluta indefensión? Habrá quienes consideren ociosa esta pregunta y estimen evidentes los dictámenes transcritos arriba, aunque nunca hayan visto un alma humana ni sean capaces de definir con coherencia qué entienden por racionalidad. Precisamente por este motivo otros, más cautos, intentarán dilucidar qué es fuente de derecho en este caso y por qué parece tan evidente que los animales carecen en absoluto de él. Para algunos, los derechos sólo existen cuando se arrancan, o cuando son fruto de un pacto entre iguales, o cuando se da el correlato de unos deberes que corresponsablemente los legitimen, o cuando son consustanciales a quien los goza por la propia naturaleza de éste. Sin embargo, la mayoría de los hombres gozamos de derechos, incluso los más recientes, que nunca hemos conquistado nosotros mismos; ni hemos asistido jamás a un presunto pacto entre iguales que acordara, por ejemplo, los términos de riqueza y pobreza en las comunidades humanas; ni existe siempre y biunívocamente un deber que se contraponga al derecho hoy reconocido de un niño, de un demente o de un enfermo; ni sabemos muy bien qué se entiende con precisión por consustancial al hombre si la historia registra tan curiosas mutaciones en el canon de derechohabientes, como varones frente a mujeres, adultos frente a niños y, sobre todo, miembros de la propia etnia o nación frente a miembros de la ajena. En la práctica, la propia definición jurídica de hombre se ha venido haciendo mediante el paulatino reconocimiento de esos derechos, y no al revés: así, mujeres, esclavos y enemigos han ido entrando en el círculo y se han convertido en hombres de jure. ¿En dónde se han quedado los animales en esa competición? ¿Son quizá lo irrecuperablemente ajeno?

La historia de la emergencia de los derechos de los hombres entre los hombres mismos puede sugerir una tentativa de respuesta. En una notable reflexión sobre esta temática (Animals and why they matter, 1983) refiere M. Midgley cómo un capitán de barco consideraba impensable que éste se detuviera en alta mar para rescatar a dos indios caídos por la borda. "No paramos por lascaris", insistía. "Veremos si lo haces por mí", le espetó un pasajero, arrojándose al mar él mismo. Desconocemos si el capitán modificó su concepción de los derechos de los dos primeros cuando tuvo que rescatarlos a los tres -los dos indios se habían convertido en derechohabientes como el hombre blanco por voluntad solidaria de éste. ¿En dónde habrá de pararse entonces el círculo expandiente de lo que nuestra humanidad -y nuestra animafidad, por tanto- puede reconocer como propio? Es imposible preverlo, tanto como es difícil expulsar del círculo a quien ha entrado en él. Y hasta ahora nadie parece ser, en principio, excluible ni por el sexo, ni por su inteligencia, ni por su apariencia, ni por su progenie. Basta que, como en la narración del viajero, alguien desde dentro lo coopte.

Los animales, es cierto, no pueden arrancar al hombre su elemental derecho a la vida y a la dignidad, a no sufrir tratos degradantes a manos de éste u otras agresiones fuera de las que el equilibrio interespecífico les imponga, o a morir, en su caso, de muerte rápida e indolora por obra de los humanos. Tampoco pueden pactar esos derechos, ni compensarlos mediante responsabilidades o deberes, y en nuestra cultura son muy pocos quienes les otorguen derechos consustanciales a su propio ser. Se argüirá aquí que la red de protecciones y alianzas entre los hombres es fruto de convenciones intrincadas, o de un fiat inicial que ha originado los derechos supuestamente más vetustos. Precisamente por esta razón nada impide que algo parecido llegue a concebirse y establecerse para con las demás especies animales. Sólo desde el interior del círculo puede nuestra voluntad recoger al que se encuentra fuera, aunque la suya nada tenga que ver en ello. Y, en efecto, cuanto más desarrollado sea el nivel de reflexión y sensibilidad de los hombres y más aguda su conciencia de la unidad de los seres, tanto más intolerable le resultará a la opinión pública la desatención jurídica del animal, precisamente porque el proyecto de la misma existencia humana será en ese caso más respetuoso con toda vida, más enemigo de causar dolor. No hay compartimientos estancos, sabemos, en la percepción y condena de la maldad, ni en la prepotencia criminal del fuerte sobre el débil, incluido el hombre frente al animal no humano. Las palabras de Jeremy Bentham en 1789 siguen siendo actuales hoy: "Los franceses han descubierto que la negrura de la piel no es razón para que un ser humano sea abandonado sin remisión al capricho de su torturador. Quizá algún día se reconozca que el número de patas, la pilosidad de la piel o la conclusión del hueso sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a una criatura sensible al mismo destino... La cuestión no es: ¿puede razonar? o ¿puede pensar?, sino: ¿puede sufrir?". La ética del contrato y del dominio revela aquí -hoy como ayer- su prolongada miseria.

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