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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Perra vida

HACE TIEMPO que forman parte del paisaje de nuestras carreteras y autopistas: un pequeño montón informe fácil de confundir en la distancia con un hatillo de andrajos desprendido de un camión de traperos. A medida que se va acercando, el conductor zigzaguea un tanto, advierte la inevitable mancha de sangre a un lado del montón y desvía la mirada hacia el centro de la ruta. Es dificil saber si lo hace por un instintivo gesto de pudor o por asco. En cualquier caso ya sabe de lo que se trata; no necesita mirar más.Es dificil recorrer más de 10 kilómetros por una carretera española sin topar con un animal doméstico despanzurrado contra el asfalto por las ruedas de un vehículo cuyo conductor muy probablemente haya puesto en peligro su propia vida por evitar el atropello. Nada semejante puede verse en otros países europeos, y tal vez habría que alejarse mucho, en kilómetros y en nivel de cultura cívica, para contemplar algo parecido a tan macabro espectáculo. El amor por los animales es una especie d trasunto del amor por los humanos. Y aunque es cierto que hay pueblos que caen en la perversa hipocresía de tratar peor a sus niños que a sus perros, no es una extravagancia afirmar que, en general, quienes maltratan a los animales están sólo a un paso de hacer lo propio con los hombres.

Y una de las peores formas de maltratar a los animales es abandonarlos a su suerte cuando han dejado de ser un juguete para niños y padres caprichosos o cuando se convierten en un objeto molesto para las familias que se desplazan de vacaciones. Animales que han nacido y crecido en una casa, que apenas conocen del mundo exterior más que lo que les es permitido en los fugaces paseos con sus amos para vaciar sus entrañas, se encuentran de la noche a la mañana desamparados en un medio hostil, obligados a buscarse el alimento diario allá donde nunca estuvieron y a encontrar un techo donde no lo hay.

Según datos municipales referidos sólo a Madrid, en el mes de junio ya se han producido tantos abandonos de animales como en todo el verano del año pasado. Las asociaciones protectoras de animales cifran en cerca de 10.000 el número de perros abandonados en la capital anualmente. Probablemente esta estremecedora cantidad sea muy similar en otras grandes ciudades españolas, donde el fenómeno de expansión de áreas residenciales en sus afueras ha hecho aumentar considerablemente la posesión de animales domésticos y, en consecuencia, la cantidad de amos irresponsables. Con lo cual no sería arriesgado aventurar una cifra próxima a una centena de miles de animales dejados a su suerte cada año en toda España.

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El destino de estos indefensos seres no puede ser más cruel. 0 bien, desorientados, perecen bajo las ruedas de los automóviles o, lo que es peor, heridos por la nostalgia del hogar perdido se dejan morir de tristeza. En ocasiones forman banda con algunos colegas, y es frecuente ver en algunas localidades residenciales próximas a las grandes capitales a manadas cada vez más numerosas de lo que en tiempo fueron espléndidos animales husmear hoy, mugrientos y demacrados, en las basuras y en los vertederos. Para los que tienen la suerte de ser recogidos por los servicios municipales, el futuro no es mucho más halagüeño. Los que no tengan la fortuna de encontrar nuevo dueño -cosa que ocurre sólo en un 40% de los casos- pasarán por la refinada tortura de los centros de investigación o serán simplemente sacrificados.

Las autoridades han anunciado un endurecimiento de las sanciones contra propietarios desaprensivos. Pero no hay que engañarse, el civismo de un pueblo no se obtiene a golpe de decretos. Y en España se sigue torturando a los animales en muy distintas y variadas versiones.

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