Los perros
Ya que ha salido esta cuestión, diré que me extraña el hecho de que, frente a tanto como se ha encarecido la importancia de los caballos en las conquistas españolas -animales, al menos al principio, muy escasos, por su difícil transporte marítimo, útiles sólo en determinados terrenos-, se haya desdeñado, inexplicablemente, el papel que tuvieron que tener los perros, las jaurías de lebreles o de alanos (cruce de dogo y de mastina), animales todo terreno, insuperables para la persecución, menos dóciles que los cabaos, pero portadores de sus propias armas y, por tanto, capaces de actuar solos, más dúctiles al adiestramiento y, en fin, mucho menos vulnerables, de modo que su importancia en las conquistas pudo ser a menudo muy superior a la de los caballos, como lo prueba la presencia de perros en todo tiempo y lugar, ya desde el segundo viaje de Colón, si no recuerdo mal, según testimonio de su hijo Don Fernando, que sólo sería de oídas, siendo aún muy niño en la ocasión del hecho que relata: una batalla en La Española, en la que un ala la llevaron los caballos y la otra las jaurías. Pero el uso de perros no se limitaba en modo alguno a las batallas -siendo, obviamente, ineficaces en las huestes muy numerosas-, sino muy a menudo para dar caza a indios fugitivos (a los que, por ser esclavos o encomendados de propietarios españoles, los perros solían volver a traer -según se les tenía enseñado- mordidos por la muñeca hasta sus amos, despedazando al fugitivo sólo cuando se resistía), ya sea para ajusticiar, lo mismo a prisioneros cogidos en combate, sin que mediase juicio previo alguno, que a caciques o señores indios condenados formalmente por sentencia, ya, en fin, para arrancar informaciones sobre oro, probablemente aterrorizando a los que asistían al despedazamiento de uno de sus compañeros entre las fauces de los perros -procedimiento preferido por Juan de Ayora, aunque para estas averiguaciones era más usual el tormento del fuego aplicado, generalmente, a las plantas de los pies, para que la información la diese el propio torturado.Vasco Núñez de Balboa tuvo en Castilla del Oro un perro de nombre Leoncico, famoso por su denuedo, que le ganaba en las batallas la parte de un soldado y a veces hasta dos partes, que Balboa cobraba en oro o en esclavos, y tal vez fuese el jefe de la jauría con la que el mismo Vasco Núñez, tras la batalla de Cuareca, en que murió su cacique Torecha con 600 de los suyos, aperreó sin más ni más "cincuenta putos" -como dice Gómara, por invertidos-, que, al no haber combatido, se habían quedado en el poblado. Más tarde ya de vuelta de la mar del Sur, a un cacique llamado Pacra, sospechoso de pecado nefando aunque heterosexual, tras someterlo a tortura para que confesase su pecado y para que revelase el lugar de los yacimientos de oro, una vez que hubo confesado el cacique lo primero y contestado que ignoraba lo segundo, pues ya se habían muerto los criados de su padre que lo sabían, y a él no le importaba el oro ni lo necesitaba, Balboa le echó los alanos, que en un momento lo despedazaron.
Pasando someramente la mirada por las crónicas antiguas, el rastro de los perros españoles se sigue desde La Pampa hasta la actual Carolina del Norte; en Cubagua, la islita de Cumaná famosa por sus perlas, en Venezuela, introducidos por los alemanes, merced a la concesión hecha por el emperador a los banqueros WeIzer y en las expediciones de Alfinger, Vascuña, Von Spira y Federman, que los introdujo desde el Oeste, en 1539, en el Nuevo Reino de Granada -la Colombia actual-, poco después de que Belalcázar, teniente de Pizarro, a quien pronto traicionó, hubiese subido al menos hasta Cali con perros del Perú; en Santa Marta, en una expedición de Pedrarias de 1514, en Cartagena, en la expedición de Heredia de 1553, cuando ya era gobernación independiente de Castilla del Oro, y no digamos nada, para cualquier tiempo en el Darién, Panamá y Nicaragua; y, en fin, si por el Este llegaron a subir hasta la actual Carolina del Norte, por el Oeste llegaron más arriba de Guadalajara, ya en tiempos del virrey Mendoza, a raíz de la guerra de Mixtón, donde se aperrearon indios ya apresados, en el mismo campo de batalla, al tiempo que se inauguraba un procedimiento harto económico de ejecución sumarísma mediante arma de fuego que consistía en atravesar con un solo disparo de cañón cuantos indios dispuestos en hilera tuviese la bala la fuerza de ensartar.
'Becerrillo'
El más famoso de los perros de indias fue Becerrillo, padre del Leoncico que Balboa se llevó al Darién. Criado en La Española fue llevado a la actual isla de Puerto Rico, "de color bermejo", nos cuenta Oviedo, "y el bozo de los ojos adelante negro, mediano y no alindado, pero de grande entendimiento e denuedo ( ... ) porque entre doscientos indios sacaba uno que fuese huido de los cristianos ( ... ) e le asía por un brazo e lo constreñía a se venir con él e lo traía al real ( ... ) e si se ponía en resistencia lo hacía pedazos ( ... ) E a media noche que se soltase un preso, aunque fuese ya una legua de allí, en diciendo: 'Ido es el indio' o 'búscalo', luego daba en el rastro e lo hallaba e traía". ( ... ) "La noche que se dijo", sigue Fernández de Oviedo, "de la guazabara o batalla del cacique Mabodomoca ( ... ) acordó el capitán Diego de Salazar de echar al perro una india vieja de las prisioneras que allí se habían tomado; e púsole una carta en la mano a la vieja, e díjole el capitán: 'Arida, ve, lleva esta carta al gobernador, que está en Ayrnaco, que era una legua pequeña de allí; e decíale esto para que así como la vieja se partiese y fuese salida de entre la gente, soltasen el perro tras ella. E como fue desviada poco más de un tiro de piedra, así se hizo, y ella iba muy alegre, porque pensaba que por llevar la carta, la libertaban; mas, soltado el perro, luego la alcanzó, y como la mujer le vido ir tan denodado para ella, asentóse en tierra y en su lengua comenzó a hablar, y decíale: Terro, señor perro, yo voy a llevar esta carta al señor gobernador', e mostrá bale la carta o papel cogido, e decíale: 'No me hagas mal, perro señor'. Y de hecho el perro se paró como la oyó hablar, e muy manso se llegó a ella e alzó una pierna e la meó, como los perros suelen hacer en una esquina o cuando quieren orinar, sin le hacer ningún mal. Lo cual los cristianos tuvieron por cosa de misterio, según el perro era fiero e denodado; y así el capitán, vista la clemencia que el perro había usado, mandóle atar e llamaron a la pobre india, e tornáse para los cristianos espantada pensando que la habían enviado a llamar con el perro, y temblando de miedo se sentó, y desde a un poco llegó el gobernador Juan Ponce; e sabido el caso, no quiso ser me nos piadoso con la india de lo que había sido el perro, y mandóla dejar libremente y que se fuese donde quisiese, y así lo fizo" (hasta aquí el relato de Oviedo). De esta manera fue, pues, cómo la costumbre india de sentarle en el suelo ante un superior a quien se teme coincidió por azar con la actitud precisa para que la vieja india lograse salvar su vida frente al perro, y cómo los resortes instintivos que inhiben en los cánidos el impulso de agresión llegaron a dar una inopinada lección de piedad a las conciencias de hombres que se decían cristianos.
Fusión de razas
Resulta asombroso y hasta cínico que todavía haya quien sostenga la falacia histórica de que en América hubo fusión de razas y culturas. En lo que toca a la fusión de razas, a raíz del exabrupto de Fidel Castro, que tanto escandalizó, Carlos Robles Piquer (según citaba entre comillas el Diario 16 del 17 de septiembre de 1985) no tuvo empacho en replicar lo siguiente: "Como es sabido, la empresa de España es una obra de mestizaje y cruce de sangres y, por tanto, una obra de amor y no de odio, como le gusta predicar a Fidel Castro" (hasta aquí la cita).En un sentido étnico, sólo se puede hablar de amor cuando hay connubium, es decir, simetría o bilateralidad en las uniones sexuales permitidas entre dos etnias o tribus, digamos A y B, o sea, tanto en el sentido varón de A con mujer de B, como en el sentido varón de B con mujer de A. El connubium es la relación fundamental que establece el reconocimiento de la igualdad étnica o tribal entre A y B. La asimetría, esto es, la unicidad de sentido de las uniones sexuales permitidas (sólo varón de A con mujer de B, nunca varón de B con mujer de A), se opone explícitamente al connubium, como negación de la igualdad entre las dos etnias o tribus consideradas e indica además el orden jerárquico Superior-Inferior de la desigualdad, al coincidir siempre -salvo remotas excepciones de sociedades matrilineales- con el orden Varón-Mujer de las únicas uniones sexuales permitidas.
El mestizaje americano se atuvo a una relación rigurosamente asimétrica; las únicas uniones sexuales que se dieron fueron las de varón blanco con mujer india. Y por mucho que en 1514 se autorizase el matrimonio entre españoles e indias (sin duda mucho más por reconciliar con la Iglesia y poner en paz con Dios a esos españoles en pecado de barraganía, que por dar alguna protección legal a sus indias y a sus hijos frente a irresponsabilidades o abandonos de los amantes blancos), tal sacramentalización tuvo escaso éxito, pues el casarse con indias fue socialmente tenido por deshonroso, de modo que el mestizaje no puede recibir, étnicamente hablando, otro nombre que el de violación de los conquistados por los conquistadores, de los dominados por los dominadores, de los siervos por sus amos. La hembra blanca permaneció, étnicamente, virgen. ¿Dónde está, pues, la obra de amor" de que habló Robles Piquer? ¿Acaso en el prostíbulo ambulante que la expedición de Soto llevó desde Florida a Carolina del Norte detrás de sí y cuya plantilla de indias tenía que ser constantemente renovada por otras de reemplazo, ya sea capturadas en entradas arma en mano, ya recibidas de manos de caciques más atemorizados que amistosos, por las muchas que iban muriendo en el camino, al seguir a los españoles uncidas unas a otras en colleras, tras el agotamiento de sus prestaciones sexuales nocturnas y sus servicios domésticos diurnos? Sin duda, éste puede representar un caso extremo, del que pocos mestizos llegarían a nacer, pero es una medida de valor que no puede dejar de contar en el cálculo del término medio de lo que llegó a valer la mujer india para el varón español en esa "obra de amor" que para Robles Piquer fue el mestizaje.
El triunfo de la cruz
Al Santo Padre Juan Pablo II no se le ocurrió mejor cosa que ir a decir que el descubrimiento, la conquista y la colonización de América no habían sido un fracaso sino un triunfo del Cristianismo precisamente a Puerto Rico, donde, como es sabido, los habitantes tainos, junto con los de las otras grandes Antillas que ocupaban, se habían extinguido ya del todo hacia 1540. Se ha explicado tan rápida extinción de esta etnia entera, más que por las muertes producidas por los españoles o por la simultánea destrucción de sus configuraciones de vida y sociedad, por el contagio de enfermedades traídas por los invasores, contra las que los isleños carecían de defensas orgánicas.Es muy verosímil que la obra de estos contagios tuviese la importancia que se le da, pero, por lo pronto, es muy dificil separar su poder mortífero de la dispersión y desarraigo de los individuos de sus comunidades y asentamientos primitivos, para ponerse al servicio de los cristianos. Así que, aunque éstos hubiesen desplegado un verdadero celo misionero en las Antillas, lo más que podrían decir sería: "Nuestra intención de ganar nuevas almas y nuevos pueblos para la Fe de Cristo no pudo ser mejor, pero no podíamos prever que las enfermedades acabarían tan rápidamente con nuestros catecúmenos, así que llegamos a tiempo para poco más que darles cristiana sepultura". La Cristianización de las Antillas vino, así, a reducirse a ponerle una cruz a la fosa común de la entera progenie que, por la propia llegada de los cristianos, se extinguió.
Decir otra cosa es persistir en la concepción territorialista que la Iglesia aprendió del Estado, en que la expansión del Cristianismo, más que en ganar nuevos pueblos para la fe de Cristo, consiste en añadir nuevos territorios a la Administración Romana, con fundación de nuevas sedes episcopales y provisión de los correspondientes titulares, pues lo único que en realidad quedó definitivamente convertido al Cristianismo fue el puro territorio de las islas, trocado en cementerio de sus aborígenes.
Fernández de Oviedo comparte, avant la leare, la concepción territorialista de Juan Pablo II cuando, a propósito de la extinción de los tainos en La Española, dice: "Ya se desterró Satanás de esta isla; ya cesó todo con acabarse la vida e los más de los indios, y porque los que quedan de ellos son ya muy pocos y en servicio de los cristianos" (hasta aquí la cita). Si se trataba de acabar con los paganos, era, en efecto, más inequívoca y expeditiva la muerte, ya por contagio de gérmenes, ya por tajo de espada, que la siempre dudosa con versión.
Un tópico frecuente sobre el descubrimiento es el de decir que, con Colón o sin Colón, se produjo en el momento histórico preciso en que tenía que producirse, como si los acontecimientos históricos fuesen como las brevas en la higuera, que tienen su momento de madurez y su punto de sazón. Se alega, a tal respecto, no sólo el desarrollo tecnológico de la navegación, sino también no sé qué espíritu humanista, que, en realidad, fue más bien la destrucción de toda moral pública o civil, y no digamos en cuanto a la ética internacional o derecho de gentes. Las condiciones tecnológicas no afectaron mínimamente al hecho de que el descubrimiento les pillase a los castellanos totalmente desprevenidos tanto intelectual como, en mucho mayor grado, moralmente, abriéndoles un horizonte que desbordaba todo lo concebible y conmensurable con su conocimiento y para su conciencia. Lejos de estar a la altura del novísimo panorama que se les presentaba, se vieron, por el contrario, tan atónitos, desbordados y arrollados como los indios mismos.
Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las únicas reservas de humanidad (cosa que no hay que confundir con "humanismo") y de conciencia capaces de encarar la novedad con un mínimo de responsabilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentimientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado espíritu renacentista, sino en la tradición medieval de la escolástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie desencadenada del renacentismo fueron los anticuados continuadores de Tomás de Aquino.
El renacentista y humanista era el doctor Sepúlveda, que resucitaba, sin empacho, la doctrina aristotélica según la cual la conquista y la dominación estaban justificadas si eran impuestas por un pueblo más culto sobre otro más inculto y bárbaro; el medievalista y retrógrado era Melchor Cano, discípulo predilecto de Vitoria, que negaba, en cambio, que la superioridad cultural confiriese ningún derecho de soberanía sobre el más primitivo, y que se preguntaba incluso si la configuración social de los españoles no sería destructiva para los indios, diciendo textualmente: "No conviene a los antípodas nuestra industria y nuestra forma política".
Ésta era la delicada tradición capaz de ponerse, con su verdadero universalismo, a la altura del descubrimiento, al saber percibir la diferencia de los indios y respetarla. Encuentro entre distantes, sin previo y parsimonioso recorrido de aproximación, súbita inmediatez cara a cara entre diferentes, sin lenta y paulatina comparación, determinación y reconocimiento de las diferencias jamás puede ser encuentro sino encontronazo, con toda la brutalidad de un puro choque, que convertirá la diferencia en ciega e impenetrable otreidad. Pero la otreidad es fundamento de casi inevitable antagonismo, cuando no consecuencia de él.
La otreidad propone automáticamente jerarquía, como hemos visto a propósito de la asimetría sexual; la decisión corresponde siempre al contraste de las armas: quien vence es superior y quien es superior domina. Las leyes de Burgos de 1512, más que leyes, parecen denuncias, al prohibir literalmente llamar a los indios perros y darles palos.
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