¿Diga?.. ¿Oiga?...
EN ESTOS años en que tanto se habla de modernización y europeización, ningún personaje público ha expuesto con más énfasis que el presidente de la Telefónica el mensaje renovador que entrañan tales conceptos. Quizá por ello se haga especialmente visible -aunque, desgraciadamente para él, no audible- en su caso la enorme distancia que sigue separando el dicho del hecho, la prédica de la realidad. La realidad es que los teléfonos se oyen cada vez peor en este país, cuando uno tiene la fortuna de que se oigan. Una simple tormenta en Madrid basta para que muchos auriculares enmudezcan, es difícil en horas puntas encontrar línea y los ruiditos interiores que produce el cacharro ya no pueden ser imputables todos ellos al ministro Barrionuevo.La expansión espectacular del negocio que monopoliza la Telefónica, la obtención de los beneficios más altos de su historia -53.000 millones de pesetas en 1987-, coincide con las cotas más bajas en lo que se refiere a la calidad del servicio que presta. Si las cuentas salen bien es porque en un alarde de imaginación digna de don Pero Grullo el responsable de la compañía bajó la cifra de inversiones a fin de sanear las cargas financieras. El precio de tan brillante argucia a la vista está: faltan teléfonos por doquier y los que existen cada vez funcionan peor. El plan de inversiones lleva un retraso que tardará años en recuperarse.
La irritación que desde hace algunos meses invade al usuario del teléfono en España desborda los límites de la resignación y está adquiriendo la forma de una protesta generalizada. No hay día en que no aparezcan en los medios de comunicación denuncias concretas de ciudadanos sobre sus particulares vía crucis al pie del teléfono; las asociaciones de consumidores no han dudado en recurrir al Defensor del Pueblo, y los servicios internos de la compañía se desbordan con quejas sobre dificultades o imposibilidad de coger una línea, cortes o ruidos paranormales en la comunicación seguidos, a veces, de silencios desconcertantes, o sobre fallos en el encaminamiento de la llamada efectuada. Esto es cualquier cosa menos un país con un sistema de comunicación moderno. Y al menos en este caso hay que reconocer que el programa socialista se ha cumplido. Ha habido un cambio efectivo. A peor.
La postura oficial de los responsables de Telefónica es la de justificar el deterioro del servicio por la enorme demanda del mismo que se ha producido en los últimos años: de 750.000 solicitudes de aparatos en 1985 a cerca de un millón y medio en el año actual. La lista de espera la forman 600.000 solicitantes, y en ella deberán permanecer al menos seis meses. En definitiva, Solana no ha hecho sino lo que ya inventó Calviño en televisión: ofrecer una bazofia de servicio desde un monopolio del Estado para contribuir a sanear las arcas de éste.
En la última junta general de Telefónica, su presidente prometió resolver en los próximos seis meses las deficiencias del servicio. Pero estas deficiencias no son fruto del azar sino de la ineptitud. E ignoramos por qué un señor que lo ha hecho tan mal durante tanto tiempo va a ser capaz de hacerlo mucho mejor en tan poco.
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