Viento del Este, viento del Oeste
¿Recordáis el fanatismo ideológico a favor de China que, en nombre del presidente Mao, se difundió como una plaga en algunos países europeos durante el movimiento de 1968? Bien, pues la memoria de ese fanatismo parece haber desaparecido, queda a años luz, y el mito de la revolución maoísta se ha diluido incluso en su patria, donde también provoco una sacudida de proporciones telúricas.Aún más lejano es el recuerdo de un pequeño libro, La tentation de l'Occident, que a los 25 años André Malraux publicó con éxito en París, en 1926, con el editor Bernard Grasset (que se comprometió con el muy precoz y prometedor escritor). Intentemos releer este librito en un clima cultural totalmente diferente, para ver cómo un intelectual europeo jovencísimo logró mantener un equilibrio racional analizando la relación entre Europa y China.
Un intelectual francés de 25 años, A. D., viaja por las regiones de China e intercambia impresiones y reflexiones en forma epistolar con un intelectual chino de 23 años, Ling W. Y., que a su vez recorre Europa. Cualquiera que sea la realidad o la ficción de estas cartas, están escritas por André Malraux, contemporáneo de ambos, entre 1921 y 1925, durante sus viajes por Oriente, proyectando una doble dialéctica propia en la figura de los dos personajes.
Orientalista apasionado, protagonista de un memorable incidente diplomático tras el robo de preciosos bajorrelieves khmer del templo de Banteai-Srey, en Camboya, el joven Malraux quiere explicar las diferencias culturales que separan Oriente de Occidente, y deduce signos de decadencia en uno y en otro. El aprendiz revolucionario empapado de humores inquietantes y de mitologías aventureras saborea en esta correspondencia ideal la consistencia de sus ambiciones proporcionalmente entrelazadas por la literatura y la acción, el arte y la vida.
El espíritu que animaba a Malraux tiene la impronta de la floreciente literatura en el ocaso de la civilización occidental, que precisamente en los años veinte, gracias al éxito de un pensador como Oswald Spengler, marcaba el clima intelectual del momento. Pero el sabor y yo diría la originalidad del texto se concentran sobre todo en la viveza con la que Malraux pone en escena dos civilizaciones que se observan mutuamente y se miden con una atracción recíproca que desvaría del deseo al disgusto: ambas civilizaciones, encaminadas -en palabras de los dos carteadores- a una fatal decadencia.
Se trata de un proceso de alienación que a los ojos de Ling se desarrolla en Europa en el ámbito de "una barbarie ordenada con atención, donde la idea de la civilización y del orden se confunden cada día". Los europeos, según Ling, "no comprenden qué es la vida y son presa de una más alta divinidad del desorden: el espíritu". Perciben la vida "sólo a fragmentos", y en cambio "nosotros los chinos queremos concebir la vida toda entera". Supremo acto de acusación del asiático hacia el occidental, Ling le escribe: "Logre siquiera entender que para ser no es necesario actuar y que el mundo le transforma mucho más de cuanto usted lo transforma".
Probablemente un sinólogo habría podido o podría refutar informaciones ingenuas o aventuradas que coinciden en estas páginas con espontánea naturalidad y osadía. Y es inevitable, también por afinidades elegidas entre los dos escritores, que se recuerde a propósito de Malraux la célebre fórmula de Benedetto Croce "diletante de sensaciones" pero "artista en el diletantismo", que el filósofo cosió sobre D'Annunzio. Pero el futuro autor de La condición humana no teme desenterrar su verdad, sus brillantes iluminacíones, a través del magma de pensamientos consagrados por la trivialidad, y de buen grado corre el riesgo de elaborar una metafísica portátil respecto a las relaciones Oriente-Occidente compilando un rápido baedeker de conceptos confucionistas y de categorías universalistas.
Su arma vencedora se revela en su exquisita capacidad de representación plástica, aún hoy eficaz, de lugares, ideas, sentimientos. Por ejemplo, Roma le transmite a Ling la fascinación de "un hermoso jardín abandonado de anticuario", Ia armonía un poco dura que definís como estilo", la desilusión de no haber encontrado "el alma". Ling vive Roma como "la viva imagen del desorden", y pronuncia una sentencia definitiva: "Esta ciudad aprende a servir para dominar. ¡Lección de burdos soldados! Hay algo bajo y vulgar en la aceptación del ideal que aquí reina por parte de toda una raza".
Donde la inteligencia y los sentidos de Ling muestran más abiertamente la huella de Malraux y los movimientos intelectuales que le inspiran es en la tajante propuesta de un terna fundamental, el absurdo, qjae en los años sucesivos sería tormentosamente investigado en Europa, sobre todo en las obras de Camus y de Sartre. A. D. replica a Ling: el absurdo consentido prepara "sus juegos más seductores con la fiel concurrencia de nuestra voluntad", cómplice de la importancia atribuida por los europeos a la noción de inconsciencia. Y si la perdurable insistencia sobre el yo es una connotación de la cultura occidental (A. D.), "la suprema belleza de una civilización refinada supone, en efecto, una cumplida incultura del yo" (Ling).
Malraux pone en escena con maestría el cansancio del individualismo europeo, necesitado de encontrar "una más profunda razón de ser en las acciones del hombre". Y esta idea pone al desnudo retrospectivamente, con la distancia de más de medio siglo, las raíces de las tensiones que agitan a la Europa de hoy, en equilibrio entre la reivindicación pragmática (empobrecida por el atrofiamiento burocrático) de los intereses particulares y la exigencia (pintada de utopía) de un estatuto supranacional.
La discusión sobre la Europa invertebrada y la Europa vertebrada, en el ámbito de la unificación europea y de los plazos que conlleva, puede obtener provecho asimismo de los pronósticos de Malraux, una lección para el silencio de los intelectuales de hoy respecto a Europa.
Otro aspecto del panfleto epistolar es la influencia de China sobre Malraux: "Lo que sobre todo ella ha modificado en mí es la idea occidental del hombre. Ya no logro concebir al hombre al margen de su intensidad", escribe A. D. a Ling. No por casualidad una de las partes más hermosas, mejor dicho, más intensas del libro, es la conversación del joven francés con el anciano sabio chino Wang Lo en el Astor Hotel de Shanghai. Aquí el encuentro alcanza un punto crucial: se refiere a las nuevas generaciones chinas que adoptan maneras y modos de Europa, pero la odian y de ella misma intentan obtener los secretos para defenderse. Una contradicción de la que Malraux toma conciencia en el trayecto cognoscitivo de su mente en conflicto con las transformaciones de una civilización.
Fenómenos paralelos de mutación antropológica y de alienación por desarrollo asaltan a Oriente y Occidente: China cambia, y de desliz en desliz destruye tesoros de sensibilidad, mientras Europa está dominada por la idea "de la imposibilidad de adueñarse de una realidad cualquiera", puesto que "ya no existe un dominio tan alto que lleve consigo la consciencia". La irreparable desidia "entre el hombre y aquello que le ha creado" desgarra el mundo occidental "y nos prepara para los metálicos reinos del absurdo" y de lo no auténtico.
El alto nivel de la escritura evoca la gran tradición retórica de la literatura francesa, y a veces se compromete con arduos fundamentalismo s de estilo. Manierista de la ideología, campeón de una subversividad reversible que de mito en mito, entre mentira y leyenda, le ha hecho recorrer el trayecto de la revolución comunista a De Gaulle, autodidacto con genio, poeta del heroísmo espectacular, voz que se acopla a la profecía, en este exiguo breviario sobre la decadencia de dos continentes, Malraux (nacido en 1901, muerto en 1976) tiene todavía algo que decir. Y lo dice ,con la misma "verborrea fascinante y asombrosa", entretejida con desenfrenado egotismo y con profética elocuencia, con la que su amigo André Gide escribió, sopesando garbosamente admiración y malignidad.
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