Gran orquesta y mediocre director
La Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam, nacida hace un siglo, es uno de los intrumentos sinfónicos de mayor precisión, plasticidad expresiva, virtuosismo individual y colectivo que han existido y existen en Europa. A su frente han estado maestros como Mengelberg, Van Beinum, Van Kempen, Bernard Haitink y Kondraschi, por no citar a Jochum, Szell o Kubelik, fuertemente ligados a la historia del magistral conjunto.Tan brillante expediente hace difícil comprender, en principio, la adquisición última de Riccardo Chailly (Milán, 1953), músico bien preparado junto a su padre, el compositor Luciano (Ferrara, 1920), cuya labor crítica y organizativa, en la RAI o en la Scala, se compaginan con éxitos tan resonantes como la ópera El idiota, sobre Dostoievski, estrenada en Roma en 1970.
Ciclo Orquestas del Mundo
Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Director: R. Chailly. Obras de Schumann y Stravinski. Teatro Real, 2 de junio.
A pesar de la carrera brillante de Riccardo Chailly ahora la orquesta de Amsterdam, la inclusión de su nombre en el star-system y la multiplicación de su fama a través de los discos, no vemos en el maestro milanés un gran director, sobre todo si nos detenemos a estudiar el pensamiento que anima sus versiones. Aun diríamos: la juntura Chailly-Orquesta de Amsterdam evidencia claramente la superioridad de los dirigidos sobre el dirigente.
Juego picassiano
Así ha sucedido en Madrid con la Sinfonía número 1 de Schumann, subtitulada Primavera, y la más alta creación musical que se haya dedicado nunca a esa estación: La consagración de la primavera, de Igor Stravinski. La mera organización de cuanta complejidad encierra esa gran campanada musical de nuestro siglo entraña dificultades suficientes como para aplaudir con fervor a quien las vence, máxime si además cuenta con el apoyo de una tan formidable orquesta como la de Concertgebouw. Toda la obra, en sus estructuras rítmicas y coloristas, en su juego picassiano de masas y volúmenes, se alzó ante nosotros con inusitado poderío. En cambio nada nos quedó de una poética que constituye la esencia misma del ballet stravinskiano.En Schumann, cuya primera sinfonía contiene ese larghetto anticipador de Bruckner y Mahler, lo sumario del planteamiento interpretativo de Chailly desvirtuó ese algo más que todo intérprete debe añadir en acto de fidelidad creadora. La otra fidelidad, el respeto a la letra entendida como mero texto, es tan sólo fidelidad inerte, gracias a la cual la historia no avanza un paso.
Era muy hermoso, a pesar de todo, escuchar a la Orquesta del Concertgebouw; dejarse prender por el brillo de sus cuerdas, la dulzura de las maderas o la potencia sin herida de los metales. Hasta las percusiones poseen infinita capacidad de matices. Con esas posibilidades, un gran director debe lograr mucho más de lo que nos dio Chailly; debe decirnos algo suyo y mostrar una imaginación sin la cual la interpretación se acerca al acto burocrático. Mientras anunciábamos el gran aparato sinfónico holandés, se alzaban en la memoria como fantasmas añorados las consagraciones de Ángel Met, de Markevitch o de Karajan, tan distintas y tan admirables todas. El éxito fue grande y los aplausos se redoblaron después de la obra de Stravinski.
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