La opción despenalizadora
Una aproximación penal al tráfico y consumo de drogas debe partir de la distinción entre el uso y el abuso de drogas, considerando al primero como un comportamiento susceptible de valoración positiva en la medida que fomente la autorrealización personal y las posibilidades de comunicación intersubjetivas. No basta, por tanto, con una actitud resignada, derivada de la constatación del enraizamiento del consumo de drogas en todo tipo de culturas, y de la convicción de que nunca desaparecerá por completo de nuestras sociedades. Menos aún procede partir de las hoy en boga tendencias internacionales de represión indiscriminada del tráfico, y aun del consumo.La primera cuestión a resolver es la de qué se quiere proteger con la punición del tráfico de drogas. La opinión más extendida, que alude a la salud pública, debe ser reconsiderada: la protección penal de la salud pública está basada, con la significativa excepción del tráfico de drogas, sobre la idea de no causar menoscabos o impedir mejoras en la salud de una pluralidad de personas que no quieren sufrirlos o dejar de obtenerlas. Por lo demás, resulta una analogía inaceptable con las enfermedades infecciosas afirmar que estamos ante un problema de salud colectiva, alegando que el consumo de drogas es contagioso, siendo, por tanto, irrelevante el consentimiento en el daño del agente propagador.
Progresivamente se va afianzando la idea de que lo decisivo no es el daño directo a la salud, sino la pérdida de autonomía personal del consumidor. El propio concepto de droga, los criterios de distinción entre drogas duras y blandas, los tipos agravados referidos a menores, las nuevas agravaciones introducidas relativas al suministro de de droga a personas carentes de capacidad autónoma de decisión por diversas razones, muestran que lo que otorga especificidad al fenómeno social del tráfico y consumo de tales sustancias es la dependencia que crean en quienes las consumen.
Si esto es así procede profundizar en una distinción y abandonar otra. Efectivamente, hay que diferenciar a todos los niveles entre drogas que producen dependencia física y psíquica o sólo esta última. Y por otro lado, hay que borrar la distinción actual entre drogas legales e ¡legales: tal distinción no está justificada por su capacidad adictiva ni aun por su nocividad a la salud. Las alegaciones basadas en el enraizamiento cultural de ciertas drogas en nuestras sociedades han dejado de tener peso tras la internacionalización de la política de drogas, convirtiéndose en una nueva forma de opresión cultural y económica de los países poderosos: obligan a reprimir el tráfico y consumo de drogas connaturales a ciertas culturas ajenas a la suya propia, mientras fomentan el consumo de nuevas drogas propias de la cultura occidental. A su vez, las evidentes similitudes entre ambos tipos de drogas dificultan la eficacia de cualquier política preventiva que pretenda mantener la distinción. Las diferentes consecuencias respecto a integración social de los consumidores en unas u otras proceden simplemente de su diverso trato legal.
No obstante, la problemática de la droga presenta en estos momentos otra vertiente: el surgimiento de todopoderosas organizaciones de narcotraficantes, con un enorme poderío económico derivado de la elevada tasa de beneficios fruto de la prohibición, está ya afectando a la organización institucional de muy diversos Estados y amenaza con extenderse rápidamente a muchos otros. Ello implica analizar sus comportamientos como atentatorios, cuando menos, a la estructura socioeconómica de un determinado país, si no a sus fundamentos constitucionales.
Uso y abuso
Las reflexiones anteriores aconsejan reaccionar ante el abuso, que no el uso, de drogas. Estimo que la política represiva ha demostrado claramente su fracaso. Procede poner el énfasis en actuaciones de tipo preventivo y asistencial, que incidan sobre la demanda de drogas en lugar de sobre la oferta, en contra de lo que hace la política represiva. Sobre el contenido de la mayor parte de las medidas preventivas y asistenciales recayentes sobre la demanda hay amplio acuerdo en las diversas instancias, producto de la experiencia acumulada en diversos países. No debe olvidarse, en cualquier caso, que la eficacia en la reducción de la demanda está directamente relacionada con la capacidad para integrar el problema dentro de una oferta de modelos vitales edificada sobre la autonomía personal, y con el grado de actividad no institucional desarrollada por la sociedad civil, al margen de con la mejora general de las condiciones de vida.
Cuestión adicional es la conveniencia de prescindir totalmente del enfoque represivo penal, o cambiar sustancialmente su configuración, aun siendo conscientes de que la solución del abuso de drogas sólo puede llegar a partir del momento en que la sociedad y sus miembros individuales se convenzan de su inconveniencia, lo que sólo puede lograrse por las vías acabadas de expresar. En mi opinión, la actuación penal sigue teniendo un sentido, pero en los siguientes términos: en primer lugar, si se pretende asegurar por medio de tipos penales el control administrativo de su producción y venta, así como de su calidad, del mismo modo que se hace con los productos alimenticios o medicamentos que pueden, en determinadas condiciones, ser nocivos para la salud; en segundo lugar, incluyéndose en los delitos contra la libertad individual unos tipos que castiguen el suministro de drogas para consumo a personas carentes de forma evidente de la suficiente libertad de decisión, cuyo consentimiento, por tanto, ha de considerarse ineficaz. Cabría establecer distinciones o supuestos de impunidad a tenor de la clase e intensidad de la dependencia producida por la sustancia. En todo caso, supone dejar impune todo tráfico entre adultos libres. Sin duda estos tipos penales incidirían básicamente sobre los niveles de tráfico más cercanos a los consumidores.
Los niveles altos de tráfico precisan de un tratamiento penal diverso. Es necesario sacar las debidas consecuencias de la extendida opinión en los foros internacionales sobre la amenaza institucional que implican estas organizaciones. Además del debilitamiento de su posición que supondría una despenalización parcial, hay que acudir al ámbito de los delitos contra el orden socioeconómico: están actualmente desarrollando actuaciones monopolísticas u oligopolísticas que inciden sobre todos los sectores de la libre competencia y conllevan una violación masiva de las leyes de contrabando y control de cambios, por no citar los efectos, más genéricos, producidos sobre todo el sistema financiero. Deberían habilitarse instrumentos penales que atendieran de modo específico a la auténtica naturaleza de esta delincuencia, en lugar de conformarse con inoperantes agravaciones en ámbitos jurídico-penales que no le son propios.
Mi propuesta supone una despenalización en principio del tráfico controlado de drogas, que deberá seguir penándose en la medida en que atente contra la libertad individual o el orden socioeconómico. Tal opción satisface tanto las necesidades de protección de bienes jurídicos como la búsqueda de soluciones más eficaces al problema.
La actitud de los órganos de Naciones Unidas y de muchos Gobiernos occidentales, entre los que, desgraciadamente, se cuenta desde hace poco el nuestro, está muy lejos de los planteamientos precedentes.
La reforma del artículo 344 del Código Penal realizada en 1983, la presentación de un convincente informe en el Senado por una comisión especial de investigación en 1985 y la aprobación del Plan Nacional de Drogas en ese mismo año habían convertido a la política sobre drogas en España en una de las más racionales de Europa, junto a Holanda. Se había optado por una alternativa fundamentalmente preventiva, y se había elaborado un cuidadoso y moderno plan nacional que descansaba básicamente sobre tales presupuestos.
Sin embargo, de modo prácticamente simultáneo se produjo el inicio de los trabajos en Naciones Unidas, con vistas a la elaboración de un nuevo convenio internacional que pretende alcanzar unos niveles de punición en el tráfico de drogas hasta ahora desconocidos, y que si se aceptaran en su integridad se llegaría a una regulación claramente incompatible con nuestra Constitución; además, comenzaron a aparecer ciertos equívocos y a formularse reproches injustos a la reforma española de 1983 en diversos foros europeos; presumiblemente hubo presiones internacionales, ya que España y Holanda, como se mostró en las sesiones del Parlamento Europeo mantenidas con motivo de la discusión del Informe Stewart-Clark en octubre de 1986, pasaron a convertirse en las bestias negras de la lucha europea contra la droga. Todo ello, junto a razones internas, quizá podría explicar el nítido cambio de rumbo que se aprecia en la actual postura gubernamental española, que ha encontrado plasmación en la reciente reforma del Código Penal en materia de tráfico ilegal de drogas.
Tal reforma ante todo dar por zanjado el debate, en sentido negativo, sobre la conveniencia de despenalizar parcialmente el tráfico de drogas, pese a que en las sesiones del Parlamento Europeo aludidas el Grupo Parlamentario Europeo Socialista, junto al Comunista y Arco Iris, apoyaron como algo urgente tal discusión. Implica igualmente, dada la íntima conexión entre los diferentes aspectos involucrados, poner en peligro los logros que se venían obteniendo con las actuaciones preventivas y asistenciales desarrolladas en el Plan Nacional de Drogas, con frecuencia no compatibles con una intensa represión como la establecida.
Comiso
En estrictos términos jurídico-penales, hay que alabar en todo caso en la reforma la ampliación de la remisión condicional de la pena, aunque podría haberse formulado más ampliamente, y la introducción de nuevas figuras de comiso y receptación, que pretenden atender a los niveles altos del tráfico con una visión socioeconómica del problema y formulándolas de un modo más restringido y mejor de lo que pretenden los órganos de Naciones Unidas. Sin embargo, la desmesurada ampliación de los tipos, en especial a través de la cláusula genérica del tipo básico, empaña definitivamente los posibles aciertos, colocándonos en una situación peor a la anterior a 1983.
En resumidas cuentas, se está eludiendo el auténtico debate, probablemente porque falta la suficiente energía política para explicar a la población las ventajas que a medio y largo plazo se derivarían de la opción despenalizadora del tráfico y preventiva del consumo, y para afrontar los previsibles períodos de impaciencia que surgirían en la sociedad hasta el momento en que se comenzaran a apreciar los efectos de tal opción, con el coste político que conllevaría.
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