La democracia de las cosas
Eduardo Haro nos da definitivamente a escoger (EL PAÍS, 20 de mayo de 1988) entre los paseos para pocos por las playas inmaculadas de San Sebastián o Biarritz con canotier, bastón de puño de plata y chauffeur uniformado, o el apartamentito para todos en las torres de San Juan o la Manga. 1No se puede tener todo, dice, y hay que optar entre la nostalgia del Ancien Régirne y la "democracia de las cosas". Por eso descubre extrañado la rebelión de los advenedizos redimidos de la gleba por la industrialización; que hasta los chinos, en vez de besar la mano que los vistió, se quieren quitar el uniforme y exigen calidad individual de vida (como si no fuera obvio que las necesidades satisfechas engendran exigencias superiores). Señor Tecglen, el labrador que no desea vivir en el confortable pisito de Fuenlabrada o Parla para que se realice una ocupación más intensiva de sus tierras que la precapitalista, ¿por qué habría de cambiar su mediocre pasar por el progreso de tecnócratas y especuladores? Lo peor de artículos como éste es que influyen en políticos pragmáticos de países como Portugal, con pueblos y paisajes todavía impecables, a la hora de planificar su desarrollo. ¡Cuánto camino, señor Tecglen, desde aquel Triunfo de las ideas hasta esta su "democracia de las cosas"!-
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