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Los años del extravío

Las preferencias y los rechazos de los lectores constituyen indicios muy seguros a la hora de determinar cuál es la situación espiritual de un país en un momento dado. Y ello es así por cuanto, no obstante la innegable influencia del marketing editorial de los dictados de los intermediarios culturales, esas preferencias y esos rechazos se originan por debajo del plano de lo conceptual y del debe ser, traducen opciones vitales profundas: sólo se lee en función de necesidades auténticas. Analizar, pues, la actitud de los lectores españoles frente a la narrativa extranjera durante los últimos 15 años implica necesariamente abocarse al conocimiento de la toma de posición adoptada comunitariamente por el país ante la realidad en el período considerado.Lo primero que salta a la vista cuando uno aborda tal empresa es una especie de rechazo instintivo de todo autor que por su grandeza, por su voluntad de poner en entredicho lo establecido, estorbe el mantenimiento con buena conciencia del statu quo actual. Los siguientes auto res de primera línea han sido, así, ignorados o leídos sólo distraída y coyunturalmente, en función de alguna circunstancia relacionada con la moda: Mircea Eliade, que en libros como Medianoche en Serampor (Anagrama) muestra las relaciones entre lo sagrado y lo profano, la naturaleza del amor en cuanto puente entre lo humano y lo divino, desde la doble perspectiva de lo imaginario y de la morfología de lo religioso; Andrei Biely, quien, en Petersburgo (Alfaguara), acertó a fundir los principios del simbolismo y del futurismo rusos y a mostrar la metamorfosis de la vieja en la nueva Rusia en trance de realizarse; Hermann Broch, cuya obra maestra, La muerte de Virgilio (Alianza Tres), hace confluir lo personal y lo mítico, lo autobiográfico y lo arquetípico, en una insuperada meditación en imágenes sobre uno de los aspectos más inquietantes de nuestra condición; Robert Walser, tan semejante en el campo de la novela al último Hölderfin, y cuyos libros El ayudante, Jacob von Gunten y Los hermanos Tanner (Alfaguara) abren interrogantes que nos permiten cobrar conciencia de la magnitud de nuestro desconocimiento de aspectos esenciales de lo humano; Isaac Bashevis Singer, leído exclusiva y temporalmente en función del Premio Nobel, a pesar de que en libros como Un amigo de Kafka (Planeta) confirió a la riquísima literatura yiddish una dimensión universalista y revolucionó el ámbito de la narrativa breve como nadie lo había hecho desde la muerte de Chejov.

Si de los rechazos pasamos a las adhesiones, comprobaremos que los autores verdaderamente admirados y exaltados durante los últimos 15 años encarnan valores negativos, opciones espirituales cerradas e involutivas. Son autores que, o bien invierten el recto orden del mundo, o bien vindican lo patológico como sustrato de la condicíón humana y el nihilismo como horizonte último de la vida, o bien dan gato por liebre: posiciones reaccionarias por progresistas, lo falso por lo auténtico, la superficie por la profundidad. Entre dichos autores -algunos de ellos intrínsecamente importantes- se cuentan Umberto Eco, representante máximo de la moda en el ámbito de lo cultural, cuya novela ' El nombre de la rosa (Lumen) es un éxito de ventas para intelectuales de segunda, un ersatz prefabricado y predigerido que nunca roza lo esencial y cuya única virtud consiste en que llevarlo encima o decir que se ha leído confiere status. Milan Kundera, cuyas novelas, como La insoportable levedad del ser (Tusquets), representan la socialdemocracia en el ámbito de la estética; es decir, el falso izquierdismo, la falsa vanguardia, la falsa modernidad al servicio de la inversión de todos los valores y del reaccionarismo político, económico y social de la clase media, por fin -tras su fracaso con el fascismo- en el poder. Italo Calvino, que en Nuestros antepasados (Alianza Tres) ha hecho pasar fraudulentamente lo que sólo es gratuita fantasía por imaginación, y en Si una noche de invierno un viajero (Bruguera), un seudovanguardismo basado en trucos intelectuales por vanguardismo verdadero, y que se quitó la máscara -sin que nadie, por lo que se ve, lo advirtiera- en un libro absolutamente vil, Jornada de un escrutador (Alianza Tres), que pretendía justificar con tramposos argumentos su abandono del partido comunista. Albert Cohen, autor sin ningún sentido de la economía artística -es reiterativo y acumula información innecesaria-, que ha conseguido imponer como gran novela de amor un libro, Bella del Señor (Anagrama), que muestra una relación que es el arquetipo del no-amor. Marguerite Yourcenar, quien en Memorias de Adriano (Edhasa) puso en juego los mejores fastos de la imaginación y de la cultura para transportar un mensaje nihilista y para proporcionar a éste una coartada estética. Patricia Highsmith, fascinada por el mal, del que libros como La máscara de Ripley (Anagrama) o El diario de Edith (Alfaguara) constituyen una inequívoca justificación; basta comparar su novela Extraños en un tren (Anagrama.) con la película realizada por Hitchcock a partir de ella para advertir sus insuficiencias como narradora. Thomas Bernhard, un narrador importante que osa mirar lo que nadie mira, asumiendo lo patológico en cuanto medio de alcanzar realidades inaccesibles de otro modo, pero que se cierra el paso a la grandeza al recrearse en la patología, al no trascenderla: La calera (Alianza Tres), El malogrado (Alfaguara), El origen (Anagrama). VIadimir Nabokov, un autor -Ada o el ardor, La dádiva (Anagrama)- que a pesar de sus grandes dotes no llega a ser de primera línea porque rehúsa descender a las profundidades y se contenta con echar miradas de reojo a las mismas, disimulando este hecho mediante el recurso a los fuegos de artificio de la ironía, del cinismo y de una retórica de calidad.

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