Sobre el aplastamiento de manifestantes
¿Qué se siente al arrollar con un vehículo a un manifestante? ¿Qué supuesto derecho cree ejercitarse? ¿Con qué modalidad de discurso legitimador se arropa el potencial homicida? ¿Contra qué imaginarios gigantes carga? ¿De qué normas se hace esclavo o se erige en justiciero? ¿De qué resulta síntoma su acción? La tarde del 9 de mayo los estudiantes de magisterio (EUFPEGB) de Valencia habían cortado el tráfico delante de su centro. Protestaban contra una medida que permite competir frente a ellos en las oposiciones a la escuela pública a todos los que tengan tres años de estudios universitarios. Un camión pasó por encima de un estudiante; minutos después, un automóvil atravesaba la frágil barrera alcanzando a un estudiante más y aplastando las bicicletas de otros dos.Por la noche, arruinada la cena por la noticia, seis compañeros del departamento de Sociología y Antropología -Manolo, Anna, Artur, Pura, Tina y yo mismo- tratábamos de entender un horror que no debe ser minimizado por el hecho, fortuito, de no haberse producido víctimas mortales. Contra lo que suele ser habitual entre nosotros, ni siquiera llegamos a ironizar sobre el asunto. Acostumbrados a defendernos contra algún poder, la idea de tener que hacerlo también (los estudiantes o nosotros, qué más da) contra la sociedad civil nos producía un novedoso pánico. (Una ironía a posteriori: procuren no atropellarnos, no es culpa nuestra si, a diferencia de los notarios y registradores, necesitamos manifestarnos para defender nuestras inaceptables reivindicaciones.)
Nuestra discusión giraba en tomo a por qué, o cómo, alguien inevitablemente humano llegaba a lanzar su vehículo sobre congéneres desarmados. Quizá no importe tanto contestar esa pregunta como, al menos, contagiar a los potenciales agresores la afición a preguntar. Si tu prójimo obstruye tu camino, pregúntale por qué.
Resulta tan preocupante la urgencia de los conductores como las razones que a sí mismos podrían darse para justificar su acto. Quizá se tratase de asuntos de trabajo, y en ese caso habría que preguntarse una vez más si tiene sentido distribuir las tareas sociales de modo que unos pierdan la vida y el alma trabajando, mientras otros tengan que entretener su paro contando los segundos de cada minuto. Quizá se tratase de una urgencia de descanso, y hay razones para preguntarse qué tipo de descanso es ese que exige acudir a él con premura tan salvaje: "Esos cabrones de manifestantes se interponen entre mis ocho horas de servidumbre laboral y mis zapatillas, mi gin-tonic o mi coito a horas prefljadas". Alguien que fuese capaz de expresar ante un juez con poderosa verosimilitud lo intenso del placer que le esperaba merecería quizá algún atenuante; pero, desgraciadamente, el tipo de ocio que el ciudadano medio se procura es más bien mediocre. De haberse tratado de una cita con Mickey Rourke o Kim Bassinger, los estudiantes, debidamente informados, hubieran abierto paso.
Quizá sea el cumplimiento de la norma horaria ciegamente asumida lo que anima a intentar convertir un cuerpo vivo en macabra alfombrilla. Son las siete, y a las siete y media debe el ciudadano libre de toda sospecha averiguar si su señora está en casa, si los niños hacen los deberes y si el programa de televisión se desenvuelve tal como estaba previsto. ¡Atención, entonces! Mirar demasiado el reloj puede hacer de usted un asesino, un asesino dispuesto a dar ejemplo a sus hijos. Un hijo bien enseñado puede a su vez atropellar a otro manifestante para llegar a casa antes de las diez. O quizá lanzar su automóvil contra un grupo de padres que se manifiestan a favor de un padre que ha atropellado a un manifestante para poder llegar a tiempo de exigir puntualidad a sus hijos.
Independientemente de las razones de la urgencia, hay que plantearse a qué tipo de discurso social se acoge el aplastador de manifestantes al apretar el acelerador. ¿Se trata de una vieja falta de educación cívica o de una legitimación más moderna? ¿Se erige el conductor, como Charles Bronson en casi todas sus películas, en ejecutor de la justicia, en vengador de una norma supuestamente desatendida por los agentes de la autoridad? ¿O más bien reivindica el mal salvaje? ¿Odia a todos los manifestantes o sólo a los que, por ser mujeres, punks, africanos o estudiantes no le parecen respetables?
En el terreno de las viejas carencias de esta sociedad hay que señalar la ausencia de una cultura cívica que otorgue a todo colectivo de manifestantes la presunción de que su reclamación es, al menos parcialmente, correcta y que si no están en el trabajo, en casa o aturdiéndose en un pub es por algo. Más aún, debe otorgársele la presunción de que su acción dinamiza la comunidad. Existe todavía, en particular por lo que a mujeres y estudiantes se refiere, la sospecha de que se manifiestan por puro afán de cachondeo.
Hay también, efectivamente, nuevas modas que pueden alentar al despanzurramiento de manifestantes. Arrollar a quien se interpone en tu camino te prepara para comprar algún artículo de los que hoy se anuncian como propios de jóvenes lobos, audaces, duros, triunfadores en un mundo de competencia y lucha; pero, claro, sirve precisamente porque al comprarte la camiseta o la colonia no te examinan sobre la talla, ferocidad y rango de tus enemigos muertos. Atropellar peatones, ciclistas, adolescentes y plebeyos siempre ha sido fácil. Otra cosa sería venderle un cuadro falso a Mario Conde, vencer en amores al barón Von Thyssen, arruinar a Marta Sánchez o viceversa. Si es la ídeología del nuevo individualismo lo que respalda a los agresores de manifestantes, habrá que convenir que nunca había caído tan bajo el listón del egoísmo insolidario. (Aunque tengas decidido aplastar los obstáculos, pregunta primero; recuerda que un héroe necesita para su currículo sabor el nombre preciso de sus víctimas.)
Quizá, sin embargo, el arrollador de manifestantes se sienta arropado por un convencimiento aparentemente más neutro. Quizá no se trate de vieja intolerancia antidemocrática ni de agresividad individual remozada. Quizá el conductor se haga a sí mismo simple momento de una cierta idea de normalidad: la del tráfico. La ciudad ha sido hecha o deshecha a medida del tráfico de vehículos de motor. Todo funciona bien mientras el tráfico no se interrumpe. El tráfico representa a la vez que vampiriza todo el flujo de la vida social. No hay problemas mientras se circule con normalidad. Obstruir el tráfico resulta así el mal supremo, y el atropello del obstaculizador puede ser vivido como un acto en que la justicia adopta la forma fría y desapasionada de la lógica.
Poco después de los atropellos, algunos estudiantes reunidos en asamblea se preguntaban atemorizados si su manifestación era o no legal. Una de las secuelas de la condición de víctima es la tentación de sentirse culpable. Hubiera escrito este artículo igualmente en defensa de cualquier otro grupo de manifestantes, pero no me parece casual la depresión de los estudiantes de profesorado de EGB. Recibir la noticia de que cualquiera que tenga tres años de estudios universitarios puede ejercer la profesión que ellos intentan específicamente aprender no es como para fomentar la propia estima; el atropello fisico, parece incluso congruente. Sepan que al menos su protesta puede haber servido para proponer una reflexión alarmada sobre la insolidaridad y la intolerancia.
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