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Tribuna:LA POSGUERRA ESTÉTICA
Tribuna
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Injustamente olvidados

José-Carlos Mainer

Me cuentan que Ernesto Giménez Caballero dijo alguna vez que si los nacionales habían ganado la guerra resultaba evidente que a los rojos había correspondido la victoria en la posguerra. Referíase, claro está, a los negocios de la cultura, ya que, por lo que concierne a otros de más sustancia, la cosa no sería tan obvia. Pero algo importan también los refrendos de la posteridad, y en ese orden bastante razón tenía el autor de Genio de España: ni cabe pensar en una manifestación de cinismo en persona tan absurdamente coherente que carecía de sentido del ridículo, ni ha de atribuirse la afirmación a natural despecho en hombre de generosidad, tan vehemente y enteriza como su capacidad de intolerancia.El reciente fallecimiento de Giménez Caballero va a poner a prueba la verdad de su aserto, ahora que ya parece agotado el veranillo de popularidad que le otorgaron -con más frivolidad que seso- algunos críticos. ¿Cómo serán sus exequias literarias? ¿Apuntará alguien aquella expresión de "injustamente olvidado", o de "injustamente preterido", que siempre se esgrime en trances tales? El resultado previsible, al menos para una meditación de vuelo corto sobre esto de la injusticia y de la justicia en asuntos artísticos, y bueno será que alguien la haga en país como el nuestro, donde, entre centenarios, cincuentenarios, recuperaciones y pretéritos desvíos apenas alcanzaron para ocupamos de un hoy que nos ocupa... Habría de decirse, en príncipio, que esto de la justicia literaria tiene, o debe tener, un tanto de ley fisica: en una gravitación que reúne un haz de vectores y vectorcillos de la más diversa laya y que no es fácil que tuerza la voluntad individual. Uno de esos ingredientes es la oportunidad política; hechas mínimas excepciones, cuanto vindicamos desde 1970 pertenece al cortejo triste de los vencidos en 1939, mucho más que a la cohorte de los vencedores, cuyos viejos laureles se marchitan. Nada le vale a Agustín de Foxá su bonhomía algo cínica o sus versos nostálgicos, ni a Sánchez Mazas haber escrito la prosa espléndida de Rosa Krüger, promedio justo entre las fantasmagorías dorsianas y la eficacia de Baroja. Poco cabe decir por Neville, comediógrafo excepcional, o por Miquelarena, quien no hace mala figura en el friso del humor de vanguardia, o por Eugenio Montes, que -como Mourlane Michelena- tienen bastante más ajada su prosa cadenciosa y su cultura de guardarropía. A muchos de los citados les falta incluso su tributo académico de tesis o memorias de grado, que ostentan, sin embargo, y hasta por duplicado, muchos de sus antiguos enemigos de 1936. ¿Hay injusticia en este caso o más bien una inevitable compensación? En un libro memorable y reciente, Beatus ille, Muñoz Molina supo cifrar -como en una leyenda mítica- el destino de una buena parte de la bibliografía de su generación: un joven filólogo se inclina con nostalgia y curiosidad sobre la vida remota y la muerte trágica de un poeta menor del 27 y su destino personal y su trabajo profesional acaban incorporando las reliquias últimas de lo que su biografiado, poeta y rojo, fue 30 años antes.

'La Gaceta'

¿Podría hacerse lo mismo con Giménez Caballero? Lo dudo mucho... Entre el creador de aquella maravilla que fue La Gaceta Literaria, de 1927, el autor de Yo, inspector de alcantarillas y Julepe de menta, el inventor de los saladísimos "carteles" y de tantas cosas inolvidables y nuestra estimativa actual se interpone una cruenta guerra civil y, sobre todo, una victoria: la de un hombre y un régimen a los que sirvió con fidelidad casi patética ese octogenario que acaba de morir. Una moda contemporánea exige un rito de humillación y de derrota de los héroes antes de acceder al Parnaso. Es moda, o lo fue, leer las confusas novelas de Pierre Drieu la Rochelle -recuerdo Gilles-, en la medida en que nos parece asistir todavía a su agonía de suicida sobre el que pesa una condena a muerte por colaboracionista: dudo que tuviera tal atractivo un hipotético ministro de Cultura de un posible régimen político que hubiera recibido su legitimidad del de Vichy. Dígalo, si no, el olvido actual de Malraux, que podría ser la contrafigura de lo dicho. Sabemos que Ezra Pound es el mayor poeta norteamericano de nuestro siglo y olvidamos piadosamente cierta jaula de madera y la sala blanca de un hospital psiquiátrico, como nos estremecemos con Céline en la medida en que la ira de Les beaux draps o de Bagatelles pour une massacre no ha regido los destinos de una Francia antisemita. Tampoco quienes admiran a Mishima y exaltan -con enfermiza devoción- su histriónico suicidio ante un pelotón de atónitos reclutas, desean un nuevo Pearl Harbour a su costa...

Quienes exhuman con torpeza las siniestras realidades políticas que sustentaron frágiles edificios de bella literatura como quienes olvidan que tanta miseria no es accidente nimio de la belleza, sino el cáncer que revela la fragilidad moral de la hermosura, deberían meditar un momento antes de escribir sobre justicias e injusticias. Lo bello no es siempre, ay, lo verdadero ni lo bueno. Y viceversa. Reconozcamos, sine ira et studio, que de los dos caminos que se abrían a la inevitable politización de las vanguardias, hijas de una posguerra nada grata, Giménez Caballero escogió el del fascismo, como Louis Aragon escogió otro. Como sabemos ver, por encima de las debilidades de Céline, lo que nos dice de los límites de la humanidad, con no menos evidencia que los reconocemos en Jean Genet. Pero sepamos también que la victoria sienta tan mal a la literatura como las academias a las vanguardias. La historia de la literatura española contemporánea está trenzada de muchos hilos que alguien tildaría de bastardos: el nacionalismo cultural, la pedagogía política, la voluntad adánica de comenzar de nuevo, la complicidad con la tradición... Mientras no escribamos, de verdad, una historia política de la literatura española no corramos a ocultar su fantasma en la trastienda, a fuer de inocentes posmodernos, ni exhumemos los huesos mal calcinados a cada momento: comprobaremos entonces lo mal que sienta el triunfo a ciertas utopías, lo torvas que son éstas cuando abandonan la imprenta y contratan guardias y perros para cerrar la finca de siempre.

José Carlos Mainer catedrático de Líteratura en la Universidad de Zaragoza, es autor de La edad de plata (1902-1939).

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