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Tribuna
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Artículo arcaico

Después de dar algunos rodeos en colaboraciones anteriores, tenía ganas de escribir un artículo arcaico. El artículo arcaico, con su intolerable carga ideológica y sus insólitas preocupaciones sociales, es a la tramoya desideologizada, soft y vivalavirgen actual, lo que el artículo escapista era a la tramoya superideológica, dura y dogmática de la progresía de ayer. Ya de aquélla me encantaba escribir artículos escapistas. Vamos ahora con un sólido y bochornoso artículo arcaico. A ver si cuela, como dicen los autores de las cartas al director. Lo que es un truco casi infalible para que cuele.Cualquier pretexto vale para arrancarse con un artículo arcaico. Por ejemplo, una declaración de consumo intelectual corriente, una nadería, una chorradita, como la dicha hace poco por el filósofo juguetón Jean Baudrillard a este periódico: "Ya nadie cree en nada". ¡Momento! ¡No creerá él! Un francés, en estos momentos, debería ser más prudente. Hay gente que cree en una porrada de cosas. Le Pen, por ejemplo, y unos cuantos más (cada vez más, aparentemente). Resulta que el famoso fin de las ideologías no era de todas: era de todas menos una llamada ismo. Elemental, querido Jean. Siempre pasa igual. Aunque, si nos fijamos bien, lo de la muerte de las ideologías había que leerlo en singular: los enterradores se referían en realidad a una sola, que es la que hacía pupa.

Algunos pretenden a este respecto que el muerto que vos matáis no es que goce de buena salud, pero no está completamente muerto. Para ilustrar semejante despropósito voy a contar la sorprendente e increíble historia ocurrida poco ha en París de la Francia, uno de los principales centros de defunción de la finada ideología (y de resurrección de la otra). Celebrábase a la sazón en el palacio de Chaillot una interesante sesión de prerestroika cinematográfica. Proyectábase una película de Kira Muratova, La larga despedida, una peliculilla intimista, sensible, un poco. latosa, pero potable. Después, como ocurre fatalmente en estos casos, hubo un debate.

Al lado de la eternamente joven y fermosa Marina VIady, la también aún joven Kira, traviesa, simpática, nos contaba con gracejo eslavo y bemólicos sobreentendidos las malhadadas peripecias de su lucha con la censura brezneviana. La película que acabábamos de ver estuvo congelada por la tal censura durante varios años -no comprendemos por qué, pues vimos hace tiempo en el cine soviético críticas más directas y más duras (algunas películas de Glen Panfilov, por ejemplo; pero no importa, esto no hace al caso)- y ahora, al fin, se abría la mano y su cine podía llegar al público. Se entabló luego un diálogo cómplice, alusivo, irónico, simpático (también en el sentido anatómico de la palabra) entre la cineasta soviética y un público ganado de antemano a su justa causa. Kira Muratova dijo cuán feliz se sentía al encontrarse entre gente tan encantadora y en este ambiente tan maravilloso y tan occidental de libertad creadora, etcétera. Esto duró un buen rato.

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Entonces, en medio del estupor general, ese aguafiestas de siempre, tal vez considerando absurdamente que se estaba desbarrando un poco, se levantó y dijo: "Tovarich Muratova: me alegro muchísimo de que se le hayan acabado los problemas y simpatizo de veras con su lucha contra la burocracia soviética en general y brezneviana en particular, en todos esos años de mordaza a la libertad creadora. (Murmullos de aprobación.) Tanto más cuanto que, por estos pagos, el que más y el que menos también tiene sus problemitas de creación y de difusión, aunque no sean de la misma índole. (Exclamaciones de extrañeza, movimientos diversos.) Quisiera tan sólo hacerle una pregunta: ¿Ha visto alguna vez en nuestras pantallas una película de obreros?".

Un silencio preñado de infinito asombro acogió estas incongruentes palabras. Pero en seguida, antes de que la interpelada pudiera responder, la magna asamblea intelectual prorrumpió en exclamaciones de pitorreo entrecortadas por gritos de "¡Estalinista!" "¡Envaina el rollo social, tío!" "¡Obrerista tridentino!", etcétera.

Cuando amainaron las carcajadas y los insultos, el extraño sujeto explicó al distinguido público' "No se trata necesariamente de obrerismo, ni de rollo social. Le preguntaba a tovarich Muratova si había visto alguna vez por aquí alguna película de obreros, o sea, sobre la vida de los obreros. Seguramente ha podido ver.la última de Almodávar y muchísimas sobre marginales, delincuentes, etcétera. Pero yo me refería simplemente a una película sobre obreros que trabajan en fábricas, en el campo, en el mar, etcétera, que me imagino son unos individuos que existen y que deben tener también sus problemas de orden sentimental, etcétera. ¿Ha visto tovarich Muratova en París alguna curiosa película de este tipo?".

Un rugido de airada indignación se levantó de la sala. La provocación era flagrante. Se oyeron voces desaforadas y dispersas: "Obreros..." "¿Qué obreros?" %Qué tienen que ver aquí los obreros ... ?"

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"Los obreros tienen mucho que ver", prosiguió, impertérrito, el ominoso personaje. "Por ejemplo, gracias a ellos estamos nosotros aquí en este momento. En efecto, fueron ellos los que construyeron esta magnífica sala. Si ellos no se hubieran levantado temprano muchos días de su vida para hacer este estupendo edificio por cuatro cuartos, nosotros no estaríamos aquí ahora diciendo pijadas. Y este razonamiento vale para los locales de Siglo XXI, etcétera".

El tumulto que se organizó era indescriptible. Se oyeron voces de "¡Fuera.?" "¡Que lo zurzan!", incluso -pero no se podía afirmar con seguridad- ¡Al paredón!"...

"Y así todo", siguió desbarrando como si nada el notorio estalinista: "las neveras y los cubitos de hielo de nuestros cubatas, los vasitos de nuestros whiskies, las casas donde vivimos, los panes y los peces -y luego dicen que el pescado es caro- que comemos, los coches que conducimos... A propósito, ¿habéis viajado alguna vez en coche, en España, por la autopista vasca? ¡Qué cosa prodigiosa! ¡Qué obra gigantesca y magnífica en plena montaña! Aún no me ha pasado el pasmo de admiración de cuando la vi hacer... Recuerdo los hombres rompiendo el monte, colgados del precipicio, mientras yo cara coleaba suavemente por la carreterilla costera... ¡La autopista vasca! Por cierto, ¿dónde están los obreros que hicieron este prodigio? ¿Por qué no salen en la película?".

A estas alturas, el discurso, absolutamente ininteligible, del lamentable tarado ya era, por fortuna, inaudible. Mientras alguien llamaba a los guardias y otros se dirigían al teléfono para pedir una ambulancia, un grupo de socialistas-modernistas se abalanzó sobre el nefasto retrógrado, al que todavía se le oían disparates sueltos, tales como que el tener conciencia clara de estas evidencias (se refería a los desatinos proferidos anteriormente sobre los albañiles, los cubatas y las autopistas vascas) era en lo que consistía ser socialista (¡o comunista, añadió, pues para él era lo mismo!)...

No fue necesario, sin embargo, la imposición de la camisa de fuerza, ni la intervención de la fuerza pública. Y no lo fue porque, en realidad, el desquiciado individuo, aunque presente en la sala, no se atrevió a decir nada de esto. Le pasó un poco lo que a Savater aquel día en San Sebastián: tuvo miedo a ser linchado por la multitud. Cada país tiene sus pequeñas particularidades, y aquí, en Francia, a ver quién es el majo que se aventura a decir estas cosas en una asamblea de intelectuales modernos... Tal vez, por otra parte, no quiso estropearle la fiesta de la libertad a la simpática y sensible Kira Muratova...

Además, puñetas, uno va a estar de guardia todos los días, y ya había intervenido en otro debate parisino saliendo al paso de un numerito antiespañol a dúo Juan Benet-Félix de Azúa, para aclararle a la francesa y desorientada concurrencia que, contrariamente a lo que se podía temer por las pintorescas apreciaciones de los dos embajadores de nuestra cultura, los españoles de base eran seres perfectamente normales, saben de sobra que el español es una lengua universal y comprenden también perfectamente -porque tienen parientes en Vene-" zuela, y aun sin excusar las cafradas inherentes a todas las conquistas- el alcance histórico y cultural del descubrimiento de América. (Ya advertí machaconamente al principio que éste era un artículo arcaico. Por cierto, ahora que he acabado, esto de arcaico me suena así como a muy arcaico. Seguro que se dice de otra manera -kitsch, o camp, o mock o alguna coña de ésas, pero no tengo el teléfono de Umbral, así que lo dejaremos como está.)

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