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Tribuna:
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¿Quién dijo miedo?

"No tengáis miedo", dijo el Señor Jesús. "No tengáis miedo", repite el Papa con frecuencia. Y, sin embargo, en la Iglesia hay síntomas de miedo.Los tradicionalistas temen a la modernidad, añoran el pasado, desconfían del presente y están asustados ante el futuro. Los sacramentalistas no terminan de creer en el valor cristiano de la secularidad, y en todo no ven mas que secularismo, temporalismo y naturalismo.

Los teólogos recelan de los obispos, temiendo que les coaccionen y limiten su legítima libertad de investigación, mientras que los obispos temen que los teólogos, con su discurso de laboratorio y su preocupación por adaptar el mensaje cristiano a la cultura, acaben por deformar o diluir el contenido de la fe en un humanismo oportunista.

Las congregaciones romanas están preocupadas por las actividades de algunos obispos, y éstos sospechan que a través de informaciones sesgadas y denuncias secretas llegue a formarse una imagen negativa de su ministerio pastoral en la curia del Papa.

Los cristianos de a pie, unos tienen miedo a los progresistas, porque pueden llevarles a un cristianismo desenraizado de la tradición, desmedulado y vacío de sustancia, mientras que los más abiertos y sensibles al espíritu del Vaticano II temen a los reaccionarios, y ante cualquier observación o corrección ven en seguida el fantasma del involucionismo, y responden con la postura del mantenella y no enmendalla.

Por otra parte, al menos en España, la Iglesia teme a la sociedad, a sus instituciones, los medios de comunicación y los centros de influencia cultural, ante la amenaza de que se esté deformando su imagen y, por tanto, descalificando su mensaje. Y, al mismo tiempo, la sociedad teme a la Iglesia católica, vista a través del prisma deformante de los titulares simplistas o sensacionalistas, de un discurso sesgado y agresivo, como si los católicos y, en especial, los obispos fuéramos una amenaza para la libertad, la democracia y la modernidad.

Y, sin embargo, el mensaje cristiano es firme y claro en la Escritura, en especial en el Nuevo Testamento y en la tradición. Desde Ignacio de Antioquía hasta monseñor Romero o Juan Pablo II, resuena siempre la consigna de Jesús de Nazaret: "No tengáis miedo". El Resucitado la repite a Pablo dos veces en el libro de los Hechos, y el apóstol Pedro la recuerda, a su vez, en su primera carta. El miedo no es sano. El miedo no es cristiano. Dejarse llevar del miedo, salvo cuando sea superior a nuestras fuerzas, podríamos decir que es pecado.

El miedo condiciona la libertad, que es fundamental para el amor, y el amor es lo más grande del hombre. Libertad no es sinónimo de independencia. La verdadera libertad lleva al amor, y el amor lleva al servicio. Lo recuerda san Pablo: "Os han llamado a la libertad; solamente que esa libertad no dé pie a los bajos instintos. Al contrario, que el amor os tenga al servicio de los demás" (Gal, 5,13). Sucede algo parecido como en la relación entre dictadura y democracia. Aquélla nos obliga por la fuerza a obrar de cierto modo, externamente al menos, aunque sea sin convicción interior. La democracia nos da la libertad, pero no para el desorden, el gamberrismo o la guerra civil, sino para obrar cívica y socialmente bien, por convicción y por educación, dentro del respeto a la libertad de los demás, en la colaboración y la solidaridad.

En esta situación concreta en que nos encontramos, quisiera recordar aquí algunos principios operativos que creo que deberíamos tener en cuenta y que me limito a enumerar seguidamente:

1. Los teólogos han recibido del Espíritu Santo el carisma de la investigación, profundización y sistematización de la tradición cristiana, con el fin de presentar el mensaje de la fe de modo inteligible en las diversas culturas de la humanidad y en los diferentes tiempos de la historia. Esto supone una búsqueda constante, con el inevitable riesgo de tanteos, desaciertos y hasta de errores digamos provisionales y accidentales, mientras se alcanzan fórmulas más idóneas, nunca exhaustivas ni perfectas. Los obispos y las iglesias locales deben reconocer este carisma y respetar la legítima libertad de los teólogos en la búsqueda de la inculturación y nueva formulación del contenido de la tradición.

2. Esta libertad no consiste en hacer una teología que resulte incompatible e incoherente con los datos fundamentales del mensaje cristiano y las grandes tradiciones de la Iglesia catélico-romana. El teólogo no puede inventarse su propia iglesia ni su propia fe, sino que debe estar al servicio de la tradición y de la situación, de la historia de la Iglesia y de la Iglesia en la historia, en atención al pasado y al presente, al depósito y a la creatividad. Ni los obispos ni los teólogos podemos cambiar o deformar el tesoro de la tradición, transmitido de mano en mano desde los tiempos apostólicos.

3. Mientras que los teólogos tienen en la Iglesia una función de especialistas y de investigadores, los obispos han recibido el carisma del discernimiento en última instancia de la fe y, juntamente con su presbiterio, un ministerio comparable al del médico de medicina general. Ellos deben estar en contacto permanente con el pueblo, conocer sus necesidades, sus debilidades y sus enfermedades, recomendándoles los alimentos y los medicamentos más idóneos. Mientras en el laboratorio se estén investigando nuevos productos, que aún no pueden ponerse a la venta, el médico de cabecera no puede contar más que con aquellos medicamentos que ya están suficientemente acreditados. Es lógico que los obispos y los curas traten de impedir que se presente a la comunidad el último grito, la última moda teológica que acaba de elucubrar algún teólogo en su laboratorio, mientras que no sea contrastada suficientemente tanto con el conjunto de la teología contemporánea como con los valores principales de la vida cristiana y eclesial, espe-

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¿Quién dijo miedo?

Viene de la página anteriorcialmente los campos de la catequesis, la liturgia, la espiritualidad, el testimonio y el compromiso social.

4. Esto requiere un diálogo permanente entre teólogos y obispos-, no solamente cuando ya las nuevas teorías están cristalizadas y como endurecidas, sino más bien cuando se están gestando. Así, por una parte, los teólogos pueden ayudar a comprender mejor las razones y las raíces, las formas y las fórmulas de una nueva expresión de la fe. Por otra, los teólogos pueden escuchar a tiempo la voz del magisterio jerárquico y de la vida pastoral de cada día, como advertencia y como estímulo, para tener mejor en cuenta las necesidades del pueblo y su capacidad de asimilación. Esta relación- sería muy fecunda, y se convertiría en una verdadera colaboración al servicio de la comunidad. Además, esta atmósfera de confianza y hasta de intimidad sería el mejor clima para el caso de que los obispos tuvieran que hacer posibles correcciones, sin tener que humillar públicamente a nadie.

5. Supuesto que los teólogos deban hacer buena teología, corresponde también a los obispos, presbíteros y catequistas hacer una buena presentación de la misma, lo que supone su previo conocimiento y la creación de materiales pedagógicos adecuados para su explicación y aplicación a la comunidad. La teología es para la vida cristiana. Una teología que no ayudara a crecer en la fe, en la caridad y en la esperanza sería una teología muerta o desorientada. Pero esto es también responsabilidad de los animadores de la pastoral, que deben ser comunicadores natos.

6. Dado el caso de que se difundieran notables errores doctrinales o desviaciones en la orientación moral de la comunidad, los obispos tendrían el derecho y el. deber de intervenir. Primeramente, dialogando con los que hayan dado origen al error, para tratar de conocer en la misma fuente su verdadero sentido y la posible interpretación correcta de las doctrinas incrúnmadas. En la hipótesis de que no se vea una posible conciliación con el dogma o la moral católica, pidiendo una rectificación. Y, finalmente, en el caso de una respuesta negativa, informando a la comunidad, con la mayor caridad y claridad posibles, acerca del autor, de la obra y de aquellos aspectos que están doctrinalmente desviados, dando las razones y salvando la buena voluntad de los autores y los posibles valores del resto de su obra teológica.

Aunque por la longitud excesiva de este artículo no pueda ya tocar algunos otros aspectos planteados al comienzo del mismo, no quiero dejar de insistir, al menos, en lo que me parece fundamental en este momento: no tengamos miedo.

- Los teólogos deben respetar, pero no deben temer a los obispos, sino a su propia conciencia, a su fidelidad a Jesucristo y a su responsabilidad respecto al bien común de la Iglesia. Tampoco deben tener miedo de otros teólogos, intelectuales o ilustrados; de las modas o de las etiquetas de las corrientes pasajeras de opinión; del vacío, la soledad o la impopularidad.

- Los obispos no tienen nada que temer de los nuncios ni la curia romana. Dentro de la colegialidad que les vincula al Papa y a los demás obispos en la Iglesia universal, y de la.corresponsabilidad que les vincula a la Iglesia local, ellos están puestos por el Espíritu Santo como el representante principal de Jesucristo en sus diócesis. Es al Señor al que debe mirar en su trabajo pastoral de cada día, buscando el mayor bien de su comunidad y de la Iglesia en general, sin otros miramientos. Pero aunque por hipótesis, en algún caso -hombres como somos, también capaces de pecado- su actuación pudiera traerle represalias, marginaciones u ostracismos, debe tenerle sin cuidado. Jesús dijo que no tuviéramos miedo más que al pecado o a la infidelidad, pero no a los que pudieran quitarnos aun la misma vida por cumplir con nuestro deber. ¡Cuánto nienos por ganar o perder ciertos cargos, puestos u honores! Que no pueda decirse entre nosotiÍ os aquello de que "el que se mueva no sale en la foto"...

- La Iglesia no debe temer a la sociedad. La teología de los signos de los tiempos nos garantiza a priori y un análisis objetivo de la realidad nos confirma a posteriori que en el mundo actual, aun en medio de sus grandes pecados y sus terribles males, existen también grandes corrientes de bien y de bondad, de solidaridad, de deseos de paz, de justicia y de fraternidad, de gente que trabaja heroicamente por avanzar hacia un mundo más feliz y más hernioso. La Iglesia es para el mundo, y debe amar al mundo y a los hombres, de manera afectiva y efectiva, no sólo haciendo el bien, sino haciendo el bien con bondad. Si, a pesar de todo, alguna vez recibiera como respuesta el desaire, el insulto, la calumnia o la persecución, debe seguir el ejemplo de su Maestro, que siempre devolvió bien por mal, hasta morir por los- mismos que le torturaron y le asesuiaron inicuamente. No tenernos otro estilo, otra estrategia ni otros medios.

- La sociedad no debe temer a la Iglesia, aun por el bien de la misma sociedad. A pesar de los defectos y los fallos ocasionales de las personas que formamos la Iglesia -y, en general, puedo afirmar que en -todos hay bastante buena voluntad, aunque nunca sea suficiente-, su mensaje contiene siempre valores humanos que pueden congeniar perfectamente con los grandes humanismos, aunque el cristianismo tenga, además, algo más, que no va contra lo humano, sino que lo engrandece cualitativamente. Y no se ponga como dificultad que la Iglesia tiene poder. ¿Quién no lo tiene? Todo lo que existe tiene algún poder; hasta el mosquito más insignificante tiene el poder de molestarnos. Más de una vez he recordado a Juan Luis Cebrián que el director de este Titanic de información y de mentalización que es EL PAÍS tiene en España y aun en Europa un gran poder. Hay muchas clases de poder. Y el poder no esmalo, con tal de que se emplee para el bien común y se ejerza en corresponsabilidad. La Iglesia no debe buscar los poderes terrenales por sí mismos, y sólo debe ejercer los minimos indispensables para cumplir con su misión. Pero sí puede y debe tener un poder moral, siempre al servicio del hombre y de la sociedad, para dar testimonio del Evangelio ante el mundo.

Recordemos, para terminar, una hermosa frase del apóstol san Juan: "En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor" (1 Jn, 4,11-21). Tengamos, pues, miedo al miedo. ¿Quién dijo miedo, amigos?

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