Un pacto de Estado
LA CONSTITUCIÓN establece que, transcurridos cinco años desde la aprobación de sus estatutos respectivos, las comunidades autónomas podrán ampliar sus competencias mediante la reforma de tales estatutos. Este año se cumple ese plazo de cinco años para las comunidades que accedieron a su autonomía por la vía lenta del artículo 143 de la Constitución. Algunos presidentes autonómicos, como los de Aragón y Baleares, han planteado ya la necesidad de reformar sus estatutos. En su reciente conferencia de prensa, el presidente del Gobierno reiteró su oposición a esa posibilidad y ofreció un diálogo entre las fuerzas políticas para pactar un desarrollo de las autonomías por otras vías. Concretamente, González recordó las posibilidades abiertas por el artículo 150-2 de la Constitución, que permite la transferencia a las comunidades de determinadas competencias de titularidad estatal. Tanto el Centro Democrático y Social como Alianza Popular son reticentes al planteamiento del Gobierno y partidarios de apoyar la reforma estatutaria en aquellas comunidades que lo deseen.Las urgencias políticas de la transición explican algunas precipitaciones cometidas en la gestación del sistema autonómico. Sería lamentable que ahora que se cuenta con una valiosa experiencia de los desajustes producidos por aquella precipitación, y sin que ningún factor político lo justifique, vuelva a desencadenarse una dinámica de agravios comparativos -a los que tan sensibles suelen ser las comunidades humanas- que hipotequen un desarrollo armónico del sistema. Si algo ha demostrado la experiencia de estos años es que nada perjudica tanto el eficaz despliegue de las potencialidades de la autonomía política como el permanente cuestionamiento del marco autonómico mismo, sea para ampliarlo o para reducirlo. Y, desde luego, no parece prudente mantener indefinidamente abierto el período constituyente. Pero no deja de tener fundamento la desconfianza de quienes sostienen que reducir el desarrollo autonómico a la vía del artículo 150-2 significa otorgar al poder central toda la iniciativa de ese proceso y, por tanto, la posibilidad de bloquearlo: es el Estado, en efecto, quien decide unilateralmente qué facultades pueden ser delegadas o transferidas.
Pero, en todo caso, no parece que la reforma de los estatutos -proceso que, una vez abierto, difícilmente se quedaría en la adecuación de los techos competenciales- sea el más urgente problema de las autonomías ni aquel del que depende sustancialmente el desarrollo del sistema autonómico mismo. Una vez superado el período de autoafirmación que caracterizó a las autonomías durante los primeros años de la transición, la sensibilidad de los ciudadanos tiende ahora a desplazarse hacia la exigencia de unos servicios más solventes. Y esa solvencia depende decisivamente de la eficaz colaboración entre las distintas administraciones. Ello implica poner el acento antes en la cooperación que en el conflicto. El desarrollo autonómico pasa ahora por el establecimiento de criterios pactados sobre la coordinación entre las distintas administraciones, incluido el perfeccionamiento de los mecanismos de cooperación, la actualización de los criterios de financiación y la introducción de sistemas de corresponsabilización fiscal.
Por ello, lo decisivo es el acuerdo, siendo relativamente secundaria la vía de desarrollo elegida. La propuesta por el Gobierno, tendente a la homogeneización competencial de todas las autonomías -aunque persistan singularidades- por vía de transferencia o delegación, puede ser válida, y es en principio la más racional, a condición de que su aplicación sea el resultado de un acuerdo multilateral y no de la voluntad última del poder central. Un acuerdo, por lo demás, lo suficientemente estable como para quedar a resguardo de eventuales modificaciones en el mapa político. Urge, en ese sentido, definir qué competencias deberán permanecer en todo caso en la esfera del Estado. Pero urge también incluir entre los temas del pacto acuerdos sobre la racionalización de los aparatos burocráticos de las autonomías, sobre la supresión de los restos de la Administración periférica del Estado -considerando a la Administración autonómica como la terminal de aquélla en cada comunidad-, sobre el papel de la Administración local en el sistema de distribución territorial del poder, sobre la financiación de las competencias, la distribución de los fondos de compensación y la participación de las comunidades en la captación de recursos por vía fiscal.
El mimetismo de las autonomías respecto a la Administración central ha provocado un crecimiento desmesurado de los aparatos de aquéllas. El sistema autonómico puede ser un factor importante de modernización de la Administración. Pero para ello resulta imprescindible un compromiso en el que la responsabilidad compartida prime sobre la tentación de instrumentalización de las dificultades objetivas del proceso en función de miserables intereses partidistas.
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