Desmayo 88
Otra vez París, otra vez mayo. Sólo un par de días y hay que aprovechar el tiempo. Exposición Degas por la mañana, Beaubourg a mediodía, Polanski cum Kafka por la noche: y todas las librerías del mundo, de nuestro mundo, tentando con sus frescos racimos de novedades intonsas. ¡Qué deliciosamente en lo cierto estaban los padres de la Iglesia cuando advertían que no hay peor lujuria que la del espíritu! Aunque, por si acaso, castigaban también la otra, para que no les acusaran de elitismo...Devociones aparte, la obligación del día la constituye una mesa redonda sobre la España de los franceses y la Francia de los españoles. Se exponen mutuos halagos, mutuos malentendidos, mutuos recelos y comunes alarmas. Desde luego, es grato ver anunciada Matador, de Pedro Almodóvar, por los pasillos del metro parisiense y saber que acaba de estrenarse una película francesa protagonizada por Sami Frey sobre la novela Sangre y arena, de Blasco Ibáñez. En el Centro Pompidou. y en las librerías se muestran libros de autores españoles (me divierte que en las portadas de las populosas ediciones de bolsillo nuestro Manolo Vázquez ha quedado contundentemente reducido a "Montalbán", como si de aquel cinematográfico Ricardo se tratase), lo cual está muy requetebién. Pero a veces da la impresión de que ahora uno quisiera pasar factura editorial -no nos conocen lo suficiente, no nos hacen todo el caso que debieran, etcétera... - y creo que no se trata de eso.
Me gustaría ser traducido al francés, naturalmente, como gratitud a esa lengua y esa cultura a la que debo más que una castañuelista a su público. Sin embargo, la cosa no es urgente ni siquiera desde el punto de vista narcisista: los franceses me han dado ya tanto que sería una descortesía pedirles además reconocimiento. En cambio, creo que urge luchar institucional y privadamente por impedir que el estudio de la lengua francesa languidezca, como es hoy el caso, en nuestro país: esa pérdida sí que podría ser llamada irreparable y no ante todo para los propios franceses. Ninguna otra lengua podrá vincularnos a lo menos pazguato y armamentista del proyecto europeo como la francesa; por lo menos, ninguna sin la francesa. Y ello aparte de lo que haga en cada caso con sus armas y sus comandos ese transitorio epifenómeno llamado Gobierno francés...
Me advierten que la exposición Degas en el Grand Palais no está todo lo bien iluminada que pudiera; la suplementaria penumbra modifica a veces los cambiantes fulgores carnales de las reiteradas bañistas que intentan secarse lienzo tras lienzo: auténtica luz Degas. A mi lado, un chico de piel gratamente atezada -¿Martinica?- escucha por su doble audífono el audio informativo sobre la muestra. Lleva en la solapa una chapa con el triángulo rosa de los gay y el apocalíptico lema "ciencia=muerte". No advierte la contradicción, o si la advierte no le resulta embarazosa, por lo que le sonrío levemente con resignada admiración. ¿Será uno de esos inmigrantes de los que quieren verse libres los de Le Pen Club? Ayer lei unas declaraciones del principal lugarteniente del Frente Nacional: hablaba de "democracia trucada", de "insatisfacción generalizada de los franceses con el marco político", de "genocidio de nuestros compatriotas por obra de la ocupación extranjera", de "envilecimiento de la lengua francesa", de la imperiosa necesidad de recuperar el "sentido auténticamente nacional" de las instituciones y de las costumbres, etcétera. Por lo visto, están intentando reinventar Herri Batasuna, con el consiguiente entusiasmo popular. Vuelve, si es que se ha ausentado alguna vez, el afán por algún tipo de unanimidad orgánica frente a la dispersión individualista y escéptica en la que consiste el juego democrático. Un periodista poco favorable a Le Pen resume así la cosa: "Lo que avanza es la gran marcha nacional de la exclusión, en nombre de la imbecilidad suprema: yo estaba aquí antes que vosotros". Lema genérico, por cierto, a todo radicalismo nacionalista. Mientras, Le Pen protesta que hay una conspiración de los medios de comunicación contra él y que no le dejan hablar: también me suena el ritornello. Y se esconde bajo el manto de Juana de Arco, olvidando intencionadamente que en el ejército de la Doncella de Orleans formaban junto a los francos muchos metecos, piamoriteses, lombardos, gascones, escoceses y hasta españoles, como aquellos dos republicanos a los que -muchas guerras más tarde- el general Leclerc permitió que condujeran el primer carro de combate francés que entró en París el día de su liberación.
Y todo este despliegue típicamente salaud, a 20 años del mítico 68. Le Pen avanza, mientras pavés postizos son vendidos a 150 francos en Druot, junto a carteles, camisetas y otros recuerdos del campo de batalla. Los apocalípticos de turno claman que mayo ha sido traicionado, que los antiguos revolucíonarios se han pasado a los despachos ministeriales, que los intelectuales se han vendido al poder y que todo el mundo se ha hecho narcisista, neoliberal o cosas peores. ¿Es cierto este fracaso de aquellas jornadas? En primer lugar, habría que distinguir unos mayos de otros: ni en Madrid ni en Varsovia los estudiantes gritábamos "Elections, trahison!", o cosas semejantes, porque de lo que se trataba era de instaurar una democradia de cuyas limitaciones aún no habíamos tenido tiempo de cansamos. Ya lo dijo Bernard Shaw: "Hay dos tragedias en la vida: la primera consiste en no obtener lo que se desea; la segunda consiste en obtenerlo". En Polonia o Checoslovaquia, los del 68 padecieron la primera de estas catástrofes; los españoles y, en cierta medida, los franceses, la segunda.
Sí, también los franceses. Los dos principales enemigos de mayo fueron los gauflistas y los comunistas: ambos grupos políticos empezaron a partir de entonces un declive que hoy casi los ha borrado del mapa político (aunque los primeros, por tener una ideología mucho menos determinada, han logrado reciclarse con mejor fortuna). Cuando se dice que lo ocurrido en mayo fue un movimiento de izquierdas se afirma una verdad que puede ser malinterpretada. Porque en mayo del 68 se derribaron tantos ídolos de la izquierda como de la derecha, si no más. Lo característico de la ideología del pronunciamiento no fue su inevitable aderezo marxista, ni su discutible obrerismo, ni siquiera su antiimperialismo. Las obras más leídas aquellos días fueron las de los situacionistas o las de Lefèvre, cierto, pero también otras nada directamente políticas, como Los gnósticos, de Jacques Lacarriére, o El desafío, de Gabriel Matzneff. El componente libertario, hedonista y subjetivo de mayo tiene muchísimo que ver con lo que hoy se llama individualismo, narcisismo, sociedad civil, pragmatismo y, desde luego, con el desinterés por el carácter sacro de los grandes mitos y ritos de la revolución. Lo importante de aquellos días no fueron los catecismos de urgencia que luego pergeñaron los sistemáticos del antisistema o los embaucadores, sino los catecismos que allí perdieron definitivamente vigencia... en la mayoría de los casos sin que ni siquiera los que vivíamos la transformación nos diésemos cuenta. Mucho de lo que trajo mayo, quizá lo más sígnificativo, es ya moneda corriente y deplorada por los neoortodoxos de nuestros días, luego frente a su efeméride no cabe sino el distanciamiento irónico o la memez de los burócratas de la nostalgia.
La sensación teatral de la temporada en París es una magnífica puesta en escena de La metamorfosis, de Kafka, interpretada de modo genial por Roman Polanski. Como el infortunado Gregorio Samsa, muchos franceses temen en este desmayado mayo del 88 despertarse convertidos en cucaracha nacional-fascista por obra de Le Pen y sus secuaces. No ha de ser para tanto. En estas ocasiones es bueno recurrir al Tratado en el cual se reprueban todas las supersticiones y hechicerías, de nuestro discreto maestro Ciruelo, allí donde advierte: "Tengan por cierto los buenos cristianos que de 100.000 nublados que vean venir sobre su tierra apenas en uno de ellos vienen diablos". Y aun ésos digo yo que vienen invocados por nuestro temor y nuestra desconfianza.
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