El sueño de Le Pen
Si Italia o Alemania vieran un partido de extrema derecha autoritaria y racista alcanzar cerca de¡ 15% de los votos expresados, se denunciaría a los cuatro rincones del mundo este renacer de antiguos demonios. Que se produzca en Francia no es menos inquietante para una Europa en vías de unificarse: sus fronteras políticas haciéndose permeables al mismo tiempo que sus fronteras económicas. Los partidarios de Le Pen no visten camisas pardas o negras. No marchan en filas cerradas a paso rítmico. No hacen saludos estilo militar, el brazo extendido o levantado. No aterrorizan a sus adversarios mediante expediciones punitivas. Pero no por eso son menos peligrosos que sus predecesores de entre dos guerras.En París se tranquilizan subrayando que el Frente Nacional juega a fondo la carta electoral y que no piensa imitir la marcha sobre Roma. Se olvida que de ese modo aplica la estrategia de los nazis, que llegaron al poder en el respeto de la Constitución de Weimar, que sólo violaron después. El 14,4% de los votos reunidos por Le Pen merece hoy tanta atención como la que hubiera debido suscitar el 18% de Hitler en 1930. El hombre del bigotito, él, aún no había torturado a nadie. Todavía no encaraba la matanza de seis millones de judíos que el hombre del ojo de vidrio considera sólo un detalle.
Es cierto que muchos electores de este último quisieron, sobre todo, manifestar de un modo resonante y brutal su oposición a partidos establecidos, tanto a derecha como a izquierda, que se mostraron incapaces de disminuir el paro y hacer soportables mutaciones económicas y sociales tan penosas para sus víctimas. En muchos casos se ha votado Le Pen como toque de atención, pensando que eso no acarrearía consecuencias. En una elección a dos vueltas es posible desahogarse sin riesgos en la primera y votar útil en la segunda. Pero el no-va-más de los ciudadanos defraudados por la impotencia de sucesivos Gobiernos se convierte en un signo angustiante cuando se expresa a través del racismo, la exclusión, la intolerancia, el autoritarismo; sobre todo cuando los elementos que engendran ese no-va-más tienden a incrementarse.
Dos factores podrían abrir ante el Frente Nacional la vía que permitió al nacionalsocialismo duplicar en dos años el número de sus votos. De un lado, el establecimiento de un verdadero mercado único de la Comunidad. Europa no se construirá sin que el acicate de la competencia imponga alteraciones muchas veces intolerables para los asalariados de empresas arcaicas, particularmente numerosas en Francia. De este modo aumentará naturalmente el número de electores desamparados por una modernización que los margina de la sociedad. El enraizamiento de los corporativismos y la debilidad de los sindicatos amplificarán este movimiento y harán aún más difíciles los ajustes necesarios.
Por otra parte, las perspectivas posteriores al 8 de mayo podrían debilitar la estabilidad y la autoridad gubernamentales, que constituyeron hasta ahora la fuerza de la V República. Sin duda, la inconsistencia de los dos años de cohabitación no es ajena al crecimiento del Frente Nacional. Ese crecimiento podría ser bloqueado si un resonante éxito de François Mitterrand le permitiera disolver rápidamente la Asamblea y restablecer la unidad de poder en la cúspide del Estado. En cambio, se aceleraría si una victoria por los pelos obligara a alianzas del centro, débiles y frágiles por naturaleza. Entonces, probablemente se vería resurgir una comedia que los franceses, por haber permitido ya la costumbre, encontrarían insoportable: esos vaudevilles de mayorías heterogéneas y fluctuantes, de ministerios inestables y divididos, caldo de cultivo de Mussolini y de Hitler. Ése es el sueño de Le Pen.
Todo induce a creer que no se realizará en un país en el que los sentimientos democráticos están profundamente arraigados. Ni en las demás naciones de la Comunidad, aunque no estén vacunadas contra el neofascismo. Pero la advertencia del 24 de abril debe ser comprendida por los franceses y por los demás europeos. Nadie puede ignorar que el fortalecimiento de la unidad del viejo mundo no será un camino bordeado de rosas donde todos avanzarán con deleite. Muchos serán favorecidos, pero algunos serán condenados a la regresión, la decadencia o la eliminación. Estas desigualdades no podrán superarse, algunas de ellas serán insoportables, mediante el sólo juego de la competencia y de las leyes del mercado. Se corre el riesgo de pagar muy caro el progreso económico y de caer en sobresaltos políticos, si éste no va acompañado de un reequilibrio social. Los mecanismos de Bruselas necesitan un suplemento de ética.
Traducción: Jorge Onetti.
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