La corrupción del debate político
CUANDO GRAVES conflictos sociales desbordan la actuación del Gobierno y los sindicatos, el terrorismo rebrota en el País Vasco y amenaza con ponerse de largo en Cataluña y una parte considerable del Gabinete se encuentra literalmente abrasado, el presidente del Gobierno compareció ayer ante los periodistas -más de un año después de su última conferencia de prensa formal- casi con el único propósito de defender su honorabilidad y la de sus compañeros de partido. Tal puede deducirse por el tiempo que Felipe González dedicó a responder a las preguntas sobre presuntos casos de corrupción de políticos -incluidas citas de Maquiavelo obviamente preparadas con antelación- y su paso casi de puntillas sobre otros importantes problemas. Las cuestiones relacionadas con la corrupción de los políticos han ocupado en las últimas semanas un lugar destacado en el debate político nacional. La conferencia de prensa de Felipe González constituyó, en ese sentido, un reflejo cabal de las preocupaciones centrales de los políticos y buena parte de los comentaristas. Más discutible resulta que esas preocupaciones coincidan con las de la mayoría de los ciudadanos.En España, el debate político o se pasa o no llega. Durante algunos años, y como consecuencia de la sobreideologización producida tras la larga abstinencia del franquismo, cualquier conato de discusión sobre problemas concretos derivaba de inmediato hacia terrenos como el de los modelos de sociedad y otras abstracciones. Ahora se ha pasado a las querellas anecdóticas y ajustes de cuentas personales. Lo que interesa es el chalé que iba o no iba a construirse para el secretario general del PSOE, si el presidente iba o no iba a aprovechar su viaje a Estados Unidos para visitar a su hijo, si el subsecretario vive ahora en un piso más grande. Entre uno y otro extremo se ha creado una gran vaguada en la que se sitúan aquellos problemas que, como los relacionados con la huelga de la enseñanza pública o la situación de la sanidad, inciden más directamente en la vida cotidiana de las personas. Y sin embargo son tales problemas los que habrán de decidir el juicio de los ciudadanos sobre lo acertado o desacertado de la política gubernamental.
Con todo, el principio del control de los representantes por los representados, consustancial al sistema democrático, implica una especial atención de la opinión pública y de los medios de información sobre los comportamientos de los políticos en los que han depositado su confianza, sin que de los posibles excesos de celo deba por sí mismo deducirse la existencia de una conspiración. Son los tribunales, y no la parte atacada, quienes deben trazar la frontera entre la denuncia legítima y la calumnia gratuita. Por lo demás, el sistema parlamentario posee mecanismos que permiten una consideración racional de aquellos comportamientos que, aun no siendo expresamente delictivos, resultan reprobables desde el punto de vista político. Sin embargo, el partido del Gobierno, que tanto lamenta ahora la inexistencia de esa vía, no ha dado hasta el momento facilidades, sino todo lo contrario, para que sea posible una eficaz labor parlamentaria de control. Si resulta comprensible la irritación personal de los gobernantes ante tanta acusación improbada -cuando no manifiestamente improbable-, resulta mucho menos entendible que el Gobierno entre al trapo de las provocaciones en lugar de plantear ante la ciudadanía, y precisamente en el más genuinamente democrático foro de debate, el Parlamento, la discusión sobre esos problemas de interés general.
La incompetencia de la oposición no puede seguir siendo evocada como justificación universal para explicar la ausencia de correspondencia entre la actividad parlamentaria y la realidad cotidiana de los españoles. El presidente del Gobierno, que ha demostrado ser un excelente polemista, debería tomar la iniciativa, aunque no lo exija la oposición, de bajar con más frecuencia a la arena del debate parlamentario, donde, a diferencia con las comparecencias en televisión o en conferencias de prensa, sus datos o apreciaciones puedan ser objeto de réplica polémica, sin la que el debate resulta viciado.
Dicho esto, hay que reconocer que no le falta razón a González cuando afirma que detrás de muchas acusaciones lo que hay es el rencor de quienes siempre mandaron en este país ante el hecho de que unos plebeyos hayan ganado por mayoría absoluta dos elecciones legislativas consecutivas. Es cierto que, incluso por razones estadísticas, resulta verosímil que entre los socialistas que gobiernan haya un determinado porcentaje de personas corruptas. Pero de ello no se deduce que la actual Administración deba ser puesta bajo sospecha por el hecho de estar integrada mayoritariamente por personas que no formaban parte del establecimiento. Por esa vía se está llegando al absurdo de hacer depender la honorabilidad del presidente elegido por los españoles de que se encuentre o no con su hijo en Boston. A este paso, sólo los aristócratas con aficiones filantrópicas, los tontos de solemnidad o los masoquistas incorregibles van a estar dispuestos a dedicarse a la política.
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