Desprestigio del Estado, indefensión del ciudadano.
¿Estamos en nuestro país en el comienzo de un asalto a la práctica y cultura democráticas? Pocas veces -las encuestas dan testimonio de ello- los españoles han estado más conformes con la manera en que se ha establecido su convivencia política y han manifestado una mayor fe en que su libertad está garantizada y en que su bienestar económico va, muy probablemente, a mejorar.Lejos de aparecer un repudio a la situación y un malestar, se manifiestan índices de asentimiento. Ello cuando los datos globales económicos y la innegable mejora de la situación internacional de nuestro país contrastan con inocultables carencias y deficiencias en los servicios públicos. Como reacciones sociales e individuales, nada parece indicar que entremos en un período de crítica profunda sobre la organización y práctica políticas. Lo que parece perceptible es una tendencia a descansar en el nivel alcanzado y una excesiva transferencia de las propias responsabilidades políticas en la mecánica del poder establecido. Cuando se manifiestan críticas, éstas son puntuales a realidades sociales o a conductas de individuos o grupos. Incluso cuando las críticas, lícitas siempre, son extrapoladas por los medios de información, éstos operan con la buena -conciencia de que equilibran los poderes del Estado y que no los ponen en peligro.
Pero si no asistimos a un ataque en buena y debida forma a la democracia, sí que está en curso una operación de reducción del papel del Estado, que en ciertas circunstancias, e instigada por ciertos grupos de intereses, conduce a una disminución de su eficacia y que roza -todavía no hace más que rozar - su legitimidad. Operación que, como subproducto, se -acompaña de una crítica continua a la clase política.
La reducción del Estado se postula desde el principio de la expansión de la sociedad civil. En otro lugar (El Independiente, 9 de abril de 1988), el profesor Arangaren ha puntualizado que el término "sociedad civil" (civil society) equivale en el pensamiento anglosajón a "sociedad burguesa" y surge en una concepción predominante, si no exclusivamente economicista.
La modernidad anunciaría la expansión sin límites de la capacidad creativa del individuo y de los grupos sociales cuando no están estorbados por burocracias ni limitados en sus objetivos por imperativos y valores postulados por el ente nacido del pacto social. Este ente adquiere autonomía, de manera que tiende a separarse del fin y justificación del pacto, y termina por supeditar los fines de los individuos. En concreto: el Estado se convierte en autónomo y ajeno a los individuos y termina por oprimirles y limitar su capacidad de creación.
Es evidente que una ética individualista -que justífique el propio éxito- operando en una sociedad libre puede conducir a la creación de riqueza global. Max Weber, por ejemplo, ha estudiado los efectos de los supuestos de la ética individualista protestante en la formación del capitalismo, entendido éste como gran ciclo histórico. Pero no es menos cierto que este impulso no contradice la necesidad de una ética general, supraindividual, ni la necesidad de una instancia que garantice, arbitre y sancione los intereses concretos desde una óptica y valores generales de la sociedad, es decir, la institución del Estado.
Sin Estado, o con Estado debilitado y con prestigio progresivamente mermado, la función de establecer el orden que evite la lucha de todos contra todos -por el miedo, el prestigio o el dinero- padece.
Salvo que participe en una concepción de un optimismo fideísta que se base en la bondad natural de todos y de cada uno, ninguna corriente de pensamiento -salvo la rica vena utópica ácrata-, ni tampoco el individuo común en sus reacciones más inmediatas, propugna la desaparición del Estado (Marx suponía que se produciría de manera gradual y fluida cuando hubiesen desaparecido las clases sociales).
En realidad, los ideólogos de la modernidad no pretenden desmontar el Estado porque saben que es institución necesaria nacida. del pacto social, en que cada uno cede parte de su líbertad para garantizar su seguridad y su participación en la voluntad general. Lo que hacen -bien seguros de que el Estado no va a desaparecer y, con él, su propia seguridad- es atacar la legitimidad de su función colectiva y, sobre todo, la forma en que la ejerce.
Tras las formulaciones modernizantes se desarrolla aquí y ahora-una pugna entre los valores y tunciones-de la comunidad política organizada y los grupos económicos más poderosos. Éstos están desarrollando formas de organización que trascienden a los ámbitos nacionales y que, apoyándose en sus conexiones con las burocracias nacionales, eliminan de las decisiones a los menos fuertes. En esta situación, la modernidad juega un papel de ideología en su sentido estricto: razonamiento vertebrado a posterior! para presentar y hacer prosperar ciertos intereses.
Éxito de la modernidadLos servidores del Estado -expresión y vocación en vías de desaparecer- aceptan muchas veces este planteamiento. No se atreven a defender su función. En primer lugar, porque el estatalismo y el pensamiento ideologizado condujeron no hace mucho a totalitarismos. Luego, porque el Estado, al renunciar, correctamente de acuerdo con el sentido democrático, a propugnar una ideología concreta y a coordinar sus propios mensajes sobre la sociedad, no está en buenas condiciones para competir con otros poderes más libres y mejor situados con los medios de comunicación. Lo que el Estado diga en el terreno de las ideas es injerencia o abuso de su posición; lo que propaguen los grupos de intereses corresponde al pluralismo.
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Por último, los servidores del Estado tratan de salir de su gueto y lo hacen -carentes de orientación y de doctrinaadaptándose a lo que impera en los grupos influyentes.
La misma izquierda tiende a ver lo que de realmente progresista hay en la reducción del poder del Estado y a correr un velo sobre los intereses concretos operantes de tal tendencia. (Sería interesante explorar cómo, entre nosotros, las ideas de descentralización social y autogestión, tan extendidas en los años sesenta y setenta, han podido alimentar -o servir de racionalización- a esta reconversión hacia el individualismo neoliberal.)
Para percibir lo que es la integración de intereses en la fase previa a la constitución del ente político superior es orientadora la experiencia actual de las instituciones y vida económica y social europeas.
El sistema de integración sector por sector propugnado por Monnet y la creación de un mercado común fueron rodeos que impuso la inviabilidad del federalismo clásico en la Europa de posguerra. Esto ha conducido a una integración considerable, despareja con el grado de integración política.
En este estadio actual, la burocracia europea es más influenciable por los grupos organizadores de intereses -patronales, sindicatos, transnacionales- que por los ciudadanos concretos. Al fin y al cabo, los primeros son actores esenciales para la obtención de los resultados globales. Los ciudadanos carecen de otra representación a nivel comunitario que la del Parlamento Europeo, cuyas competencias de control no pueden hacer caer al verdadero Ejecutivo, que no es la Comisión, sino el Consejo de Ministros y los Consejos Europeos. Los verdaderos representantes de los ciudadanos son los ministros en consejo, pero siempre en cuanto ciudadanos de cada Estado, de cada uno de los doce. El Parlamento influye, y cada vez más, desde las ideas, pero aún no controla al poder ni a los grupos que influyen en el poder.
Esto es explicable y de lógica elemental: a escala europea, estamos en el período anterior al Pacto (Convenant) que crea la sociedad política.
Mientras tanto, los intereses económicos se coordinan, integran y utilizan legalmente los instrumentos de integración económica.
De esta situación no se saldrá hasta que la integración económica y el desarrollo de una cultura común europea conduzcan a la constitución de la sociedad política europea.
O, al menos, disminución del crédito del aparato del Estado.
No estamos ante un ataque demoledor a la democracia como forma de organización y como cultura política. Pero sí estamos en un momento en que las formulaciones de modernización se desarrollan con ímpetu tan grande como lo es su falta de rigor. Sería una simple moda si en sus bases no jugasen intereses que pueden predominar aplastantemente sobre los del simple ciudadano.
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