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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Perder el futuro

LA CALIDAD de la enseñanza es uno de los factores determinantes del futuro de cada país. Por eso, hace cinco años se pensaba que la voluntad reformista con que el PSOE accedió al poder tendría una traducción rápida en la educación. No ha sido así; no en la medida de las expectativas. Y si es cierto que se ha producido una extensión social y territorial de ese servicio público, la calidad del mismo sigue siendo muy baja, tanto en la Universidad como en los otros niveles educativos. El actual conflicto de los maestros, un año después de las movilizaciones estudiantiles, cobra, por ello, valor de síntoma de los fracasos y dificultades con que se enfrenta el Gobierno a la hora de cumplir sus promesas de modernización de la sociedad.Antes de comentar el conflicto concreto que hoy nos ocupa conviene una reflexión sobre el fracaso de la política de Felipe González en el terreno de la democratización del Estado, la reforma administrativa y sus consecuencias negativas para el funcionamiento general de los servicios en este país, precisamente en los sectores en los que se podía esperar más de un equipo de izquierdas: educación, sanidad y justicia. Naturalmente que sería injusto echarle todas las culpas al Gobierno, pero éste tiene la mayor parte de ellas y, en cualquier caso, la responsabilidad política de enfrentar una situación que empeora por momentos y frente a la que la oposición, fuera del oportunismo de sus pronunciamientos, no ofrece alternativa fiable alguna.La principal exigencia de los profesores en huelga es su equiparación salarial con los funcionarios adscritos a otras áreas de la Administración. De un tiempo a esta parte, el corporativismo rampante de los sindicatos, encastillados en el sector público, tiende a expresarse en el terreno del agravio comparativo. No se argumenta que tal colectivo deba ganar más en función de su rendimiento social, la responsabilidad de su labor o la intensidad de su trabajo, sino de que otros colectivos cobran más. La dinámica que esa actitud abre resulta incontrolable: cualquier acuerdo con un sector en conflicto se puede convertir en espoleta para el estallido de otro sector que nuevamente podría sentirse discriminado por otros motivos, en una escalada sin fin. De ahí el riesgo de una política basada en el apaciguamiento sectorial mediante la inyección de partidas presupuestarias extraordinarias. El problema no es sólo de dinero, y esa situación corre el riesgo de reproducirse hasta el infinito mientras no se acometa la reforma de la Administración pública, algo que ningún Gobierno ha intentado con un mínimo de seriedad. Una reforma que no sólo actualice los sistemas de acceso y los mecanismos que favorezcan la movilidad de los funcionarios, sino que establezca criterios de retribución racionales acordes con la realidad social y determine las obligaciones que corresponden a esos funcionarios dentro de una Administración moderna. Y que se produzca tras un amplio debate social que busque, antes que contentar al funcionariado mismo, el consenso de la sociedad sobre unos determinados objetivos.

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